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martes, abril 16, 2024

Honor a la cumbia peruana

a través del cristal
Willian Gallegos Arévalo
columnista

Aunque les parezca una afirmación tonta a los intelectuales y a los exquisitos: no hay música como la cumbia peruana. Ninguna música popular bailable tiene los acordes y variaciones como los tiene este ritmo que ya debería ser reconocido como patrimonio cultural del país. En buena hora, el Gobierno Regional de San Martín, cuando lo presidía César Villanueva Arévalo, reconoció oficialmente el valor de la música del Sonido 2000, de los Trionix, de Rioja, y Sonido Verde, de Moyobamba, así como a sus fundadores, Tulio Trigozo Reátegui, Arturo Gárate Salva y Leonardo Vela Rodríguez, respectivamente. Ellos, al igual que Los Mirlos, de Moyobamba, y Los Tigres, de La Banda de Shilcayo, pertenecen a ese grupo de elegidos por los dioses para hacer historia en el firmamento musical sanmartinense, nacional e internacional.

A través del internet acabo de hacer un recorrido por el horizonte de la cumbia peruana desde los sesenta del siglo pasado. Los tarapotinos de mi generación recordamos con nostalgia El pajarito, interpretado por la soberbia Lina Panchano, cantando con la Sonora de Lucho Macedo, que bailábamos en las fiestas de esas tardes domingueras. He disfrutado de La ardillita, esa maravillosa creación, de Enrique Delgado, de Los Destellos, bailando y despidiendo al viejo año de 1968 cuando coincidimos en el bailongo con mi promoción Walter Arce Lazo, el juanguerrino congompero más popular de esa época.

Me he puesto a analizar la riqueza de los acordes de las cumbias peruanas y encuentro sus bellas armonías y sus variaciones imprevistas que surgen como una explosión para terminar conmoviendo los sentidos. Los he comparado con los lieders de Schubert, los temas de Chopin, la Sinfonía Militar, de Hydn, que escuchaba en los conciertos de verano de la Orquesta Sinfónica Nacional, en el Campo de Marte, allá por los veranos de 1968 y 1969, cuando era dirigida por Carmen Moral y el mexicano Luís Herrera de la Fuente, y no encuentro diferencia en la riqueza del sonido. Ambas, pues, me parecen sublimes y al escucharlos hago una especie de abstracción, y me transporto a lugares lejanos donde estoy libre de los políticos corruptos a quienes la plata les llega sola.

Rindo mi más emocionado homenaje a Los Destellos (La ardillita, Elsa, Quinceañera, Chachita, Valicha, El eléctrico, Dulce amor), Los Diablos Rojos (Malambo, Pedacito de mi vida), Los Ilusionistas (Colegiala, Las limeñas), Los Beta Cinco (La danza de la tortuga), Los Ecos (Baila flaquita baila, Linda Ketty), Los Bue King de Ñaña (El rey loco), Los Girasoles (La Bocina, La vaca blanca), Los hijos del Sol (Cariñito), Grupo Celeste (Viento), entre otros excelsos grupos peruanos, quienes llenaron una parte de nuestras vidas.

Como escribí al comienzo, a los intelectuales, que no saben apreciar lo que crea el pueblo, les parecerá irreverentes mis expresiones; pero la realidad es esa. El barbero de Sevilla, de Rossini, es tan bello, como Chocita de Palma, de Sonido 2000 o La naranjadita, de Sonido Verde, o La danza del petrolero, de Los Mirlos. Que lo digan, nomás, Fernando Ramírez Arévalo, Eugenio Navarro Ramírez, Jorge Pérez Gómez y Roosbel Ruíz Pisco, conocidos cumbiamberos tarapotinos… Alguna vez cité a Gabriel García Márquez, quien escribiría que la música del Caribe era la más bella del mundo. Pero, alguien que no haya bailado una cumbia peruana, ¿será feliz?

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