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jueves, marzo 28, 2024

Crónica de una papeleta

detintaypapel

Llega a la ciudad, con la confianza del conductor que cuenta con la documentación en regla. De pronto, en el óvalo de ingreso, un grupo de uniformados hace parar a los vehículos. Los uniformes que visten los custodios no son de los encargados de tránsito, de coloración verde clara, sino es un uniforme verde oscuro, de los que generalmente están en la Comisaría. “¡Qué raro que están verificando el tránsito efectivos que no son de ésta especialidad! Bueno, así será” piensa el conductor. Recibe la tarjeta de propiedad, licencia de conducir, el SOAT. “¡Le falta la revisión técnica!” increpa el policía. “Es que el vehículo tiene menos de tres años, como podría leer en la tarjeta de propiedad” responde el aludido. Silencio. “Le falta el permiso de la luna polarizada”, hurga en la guanera y saca el permiso. “Es vencido” responde. Saca la carta presentada a la institución policial, con la cual el conductor solicita ampliación del permiso, con sólidos argumentos, con sello del cargo de recepción, luego del cumplimiento de los dos años de permiso policial. El joven policía, que lleva a cuestas alrededor de veinticinco años, de apellido Dorila, que muestra el membrete de su camisa, se aleja del papel, ni siquiera intenta coger el documento para leer, como si le cunde el pánico ante el escrito. Va por detrás del vehículo y se acerca a la puerta del copiloto, abre e ingresa, previa despedida a sus colegas, con los brazos en alto, como si al fin cazó la esperada presa. “¡Vamos a la comisaría!”, ordena al conductor, como si el héroe indica al delincuente. “¿A la comisaría?”, se pregunta el interpelado, porque conoce que el policía de tránsito (En este caso no es policía de tránsito) pone papeleta al infractor en la ventana del vehículo, en el lugar de la intervención. “Bueno, como estamos en la ciudad de los ciegos” se dice el ciudadano que conduce el vehículo en completo mutis.

Ya en la comisaría, le indica que le siga a un reducido ambiente, donde hay una banca tambaleante para sentarse. Sin proferir una sola palabra, el soberbio jovencito Dorila, vestido de policía civil, va al computador e imprime un papel. Coge un cuadernillo de hojas manoseadas, e indica con los dedos, una imaginaria línea vertical y otra horizontal, apuntando con el dedo la intersección de ambas líneas. La información la escribe en la hoja impresa, llenando con datos de la tarjeta de propiedad y de la licencia de conducir. Sigue sumido en su solitario accionar. El conductor se imagina que está siendo considerado por el joven uniformado como un delincuente, infractor o robot, porque no le dice nada, absolutamente nada, como si el conductor careciera de razonamiento o de lenguaje. Está esperando que le pregunte algo sobre el documento presentado a la institución policial y que no quisiera leer y que hasta la fecha careciera de respuesta oficial. No, nada de eso ocurre. En cambio, firma su papel escrito y le dice al conductor con voz enérgica, como si estuviera espetando al jefe máximo de los terroristas, o al jefe de una banda de delincuentes: “Su vehículo se irá al depósito por dos días, tiene que pagar su infracción, ven a firmar aquí en su papeleta”. La reacción inmediata del conductor es “no voy a firmar”. “¡Ah!, no va firmar”. Saca apresurado del bolsillo un moderno equipo de celular, digita y le pone en filmación, graba enfocando al conductor diciendo: “Señor ven a firmar” “No voy a firmar porque es una papeleta injusta” responde el aludido. Repite en dos oportunidades más, le entrega copia de la papeleta y le deja en el reducido ambiente. Sale al patio casi satisfecho de su gran proeza.

Por detrás sale el conductor. Busca en los letreros de los ambientes la oficina del comisario. Al fondo ve y se va. En ese instante, se interponen en el camino diez efectivos que no hacían nada en ese momento en el patio, donde estaba también Dorila. “A dónde vas” le pregunta un efectivo. “A la oficina del comisario, deseo conversar con él”, responde. “No puedes ir así no más” le dice el policía. “Claro que no, estoy yendo a pedir audiencia a la secretaria, tengo derecho a conversar ¡Oh, no!, estoy en mi país, aquí al menos tenemos derecho a conversar, ¡oh, no!” dice firme el conductor. “No está el comisario” responde otro efectivo. “No importa, le voy a esperar aunque sea todo el día, o alguien habrá quien lo reemplace. Lo cierto es que quiero conversar de esta injusticia”. De pronto, de un ambiente aledaño sale el comisario y ofrece cortés atención y en una banca dispone sostener la conversación…

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