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Dormir con el enemigo: la herida que nos carcome en silencio

Hay casas que se construyen con ladrillos, otras con palabras, y muchas, las más frágiles, con silencios. Casas que desde la calle parecen hogares: una cortina ondeando al viento, una bicicleta apoyada en la puerta, el olor a guiso escapando por la ventana. Pero no nos engañemos: no toda casa es hogar.

Algunas casas son cavernas maquilladas, tumbas con sala de estar. En ellas habita la sombra más temible: no el extraño que acecha desde un callejón húmedo, sino aquel que comparte la mesa, reparte el pan y hasta se persigna antes de devorarlo.

El enemigo, al contrario de lo que nos contaron de niñas, no se esconde en bosques oscuros ni en cuevas malditas. El enemigo ronca al lado, acaricia con la mano equivocada, lleva el mismo apellido. Padre, padrastro, abuelo: el disfraz de monstruo más eficaz es el de la familia.

Hace poco, en San Miguel, el disfraz se rasgó. Un padrastro y un padre biológico fueron condenados a 35 y 25 años de cárcel por abusar de una niña desde que tenía siete. Siete años: la edad de los dibujos torcidos con crayolas, del miedo a la oscuridad, de la ilusión de que los adultos son guardianes. Para ella, los guardianes resultaron verdugos.

Y nosotros, espectadores disciplinados, aplaudimos la sentencia como quien celebra un gol: “¡Por fin justicia!”. Qué alivio, qué triunfo… si no fuera porque la justicia siempre llega cuando la infancia ya ha sido saqueada.

Nos repetimos con orgullo que la familia es la célula básica de la sociedad. Hermosa metáfora, digna de manual escolar. Pero nadie nos advierte qué hacer cuando esa célula se pudre, cuando el virus no entra desde afuera, sino que germina en la sangre misma. ¿Qué se hace con una célula que en lugar de vida genera metástasis? El Perú, experto en eufemismos, prefiere llamarlo “problema social”. Yo lo llamo lo que es: podredumbre doméstica.

Nos encanta también esa frase solemne: “Los niños son el futuro”. Otra mentira piadosa. En muchos rincones de este país, la niñez es apenas un presente mutilado. Una muñeca con los brazos arrancados, un cuaderno con páginas arrancadas, una voz reducida al silencio. Y mientras tanto, la salud mental, ese espectro incómodo al que damos la espalda, nos roe los cimientos. No necesitamos cifras: basta mirar alrededor y contar cuántos hombres confunden autoridad con violencia, cuántas mujeres callan porque el miedo pesa más que la lengua, cuántos vecinos saben y no dicen nada.

El abuso sexual infantil no es una excepción, es una pandemia. Y como toda pandemia, se nutre del descuido, del “a mí no me pasa”, del “mejor no me meto”. Hoy fue en San Miguel, ayer en cualquier otro distrito, mañana, no seamos ingenuos, quizá en nuestra propia cuadra. Pero claro, es más fácil indignarse en redes sociales, lanzar un mensaje de indignación y dolor, y luego cambiar de tema para discutir el último partido de la selección. El activismo digital siempre es menos incómodo que la verdad de carne y hueso.

¿Quién cuida a los niños cuando la madre se ve obligada a salir a ganarse la vida? ¿Quién protege a las niñas cuando la misma sangre que debería resguardarlas se convierte en verdugo? Nadie nos enseña a mirar lo evidente: las miradas esquivas, las sonrisas torcidas, los silencios demasiado prolongados. Hemos perfeccionado el arte de mirar pantallas, pero hemos olvidado el arte de mirar a los ojos.

El abuso sexual no solo hiere cuerpos pequeños: asesina almas. Mata dos veces. Primero cuando invade la inocencia del cuerpo frágil; luego, cuando inocula miedo, vergüenza y culpa que se arrastrarán como cadenas invisibles por toda la vida. Y esas cadenas no aprisionan solo a la víctima: también a una sociedad entera que se acostumbra a vivir con el ruido de los grilletes como música de fondo.

Sí, hay cárcel. Sí, hay sentencias. Pero que nadie se engañe: la herida sigue abierta, supurando en miles de casas que prefieren el silencio al escándalo. Necesitamos una revolución de cuidados, un cambio radical en la manera de criar, de amar, de educar. Porque educar no es solo mandar a la escuela; es enseñar a nombrar lo innombrable, a decir “no”, a hablar sin miedo. Es formar adultos que entiendan que ser hombre no es sinónimo de dominio, que ser padre no equivale a propiedad, que el amor jamás se confunde con posesión.

Mientras tanto, esa niña de San Miguel, condenada a crecer entre cicatrices, nos recuerda que no basta con encerrar a los culpables. Si no abrimos la boca, si no rompemos el pacto del silencio, la próxima víctima ya está allí: quizá durmiendo bajo nuestro mismo techo, quizá ya esperando en silencio que alguien se atreva a escucharla.

Dormir con el enemigo no es metáfora de novela: es la pesadilla cotidiana de demasiados hogares. Y si seguimos cerrando los ojos, si preferimos tapar la podredumbre con frases hechas y sonrisas hipócritas, la herida no solo persistirá: terminará devorándonos. Despertar es la única opción. Lo demás es complicidad disfrazada de normalidad.

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