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La radiografía de un país desnudo

Dicen que la verdad siempre sale a la luz, pero en el distrito de Juan Guerra, en San Martín, decidió hacerlo como Dios lo trajo al mundo y sin pedir permiso. En casi quince días de revuelo público, el país pretende recién descubrir que la violencia no distingue cargo, partido ni promesas de campaña. Bastó que un video del alcalde distrital, José Lazo Arce, circulara como pan caliente para que la moral nacional se sacudiera entre el escándalo y el morbo. No porque un hombre ejerciera violencia física contra su pareja embarazada, para rematar la miseria, sino porque lo hizo desnudo, sin la más mínima cortesía de cubrir su hombría de utilería.

Y aquí vale hacer una pausa. Porque el problema no es la desnudez: el cuerpo no delinque; la violencia sí. Pero claro, Perú es experto en distraerse con la cortina y no con el incendio. La conversación pública se convirtió en un festival de chistes fáciles, memes veloces y esa multitud que solo se indigna si el escándalo viene con material audiovisual. Lo grave, la agresión pasó a segundo plano, como si fuera un detalle desagradable entre tanto exhibicionismo involuntario.

Lo fascinante, si cabe la palabra, es que muchos encontraron en la escena la oportunidad soñada: cobrar viejas facturas políticas, ganar seguidores, repartir indignación de oferta. Porque la violencia contra la mujer en este país solo importa cuando trae rating incluido. El resto del año se acumula en los cajones del olvido.

A solo un día del 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, este episodio no es una excepción ni un accidente desafortunado: es un espejo. Un espejo sucio, roto y colocado frente a nosotros a la fuerza. Refleja que la violencia en el Perú no está creciendo: está desbordando. Agonizamos en golpes, en insultos, en amenazas, en silencios. Y lo peor de todo, lo repetimos como quien repite una receta familiar: tu primo, tu vecino, el amigo de tu amiga, el alcalde que juró representarte. La democracia firmando autógrafos mientras el machismo gobierna sin oposición.

Pero acerquémonos al punto que quema: ¿qué revela este caso más allá del espectáculo? Una salud mental colectiva en cuidados intensivos. No solo la del agresor, que ya hizo suficiente para exhibirse sin ayuda, sino la de un país que consume violencia como entretenimiento, que justifica la agresión con frases heredadas de la prehistoria emocional: “seguro algo habrá hecho”, “peleas de pareja”, “que lo arreglen en casa”.

¿En casa? ¿Cuál casa, si ni el Estado tiene techo para responder? Las mujeres denuncian y la respuesta institucional es una lotería: a veces actúan, a veces duermen, a veces pierden el expediente como quien pierde un paraguas. Esta vez reaccionaron, dicen, porque el escándalo fue nacional. Y entonces la pregunta quema como alcohol en herida abierta: ¿Cuántas mujeres tienen que exponerse, grabarse o morir para que el sistema funcione?

Porque no nos engañemos: el video no salvó a la víctima; la expuso. La convirtió en noticia contra su voluntad. Y mientras tanto, el agresor consiguió lo que tantos buscan hoy: volverse viral. Un país donde la indignación dura menos que una moda fugaz no puede fingir sorpresa. La violencia está normalizada desde hace años, lo único novedoso fue la puesta en escena.

Y aquí me permito una línea personal: conocí al señor Lazo hace años, pero ni hizo falta estrecharle la mano. Bastó verlo en redes: machismo en oferta, burla de vitrina barata, soberbia portátil y esa violencia camuflada de chiste, que algunos creen ingenio cuando apenas es precariedad emocional. No necesité ser psicóloga, ni feminista de gabinete, ni consultar oráculos. Solo tuve que leer, como quien lee un letrero de peligro eléctrico y sacarlo de mis redes sin nostalgia. Mejor decisión imposible. Hay hombres que se delatan solos; no requieren enemigos ni acusaciones: les alcanza un teclado para mostrar lo que luego un video confirma sin maquillaje, sin metáfora y sin pudor.

Y entonces, volvamos a lo esencial, porque ya es tiempo de dejar el morbo y exigir lo que corresponde: que toda denuncia sea atendida sin espectáculo, que la justicia no dependa de la viralidad, que ninguna agresión requiera desnudos ni cámaras para ser tomada en serio, que el Estado reaccione antes del golpe y no después de la ola pasajera. Que ninguna mujer, embarazada o no, tenga que negociar su vida con la suerte.

Porque el verdadero escándalo no está en el video: está en la normalización. Está en que preguntamos “¿qué pasó?” en lugar de “¿qué vamos a hacer?”. Está en que seguimos esperando que los agresores se delaten solos, cuando lo que necesitamos es que el sistema funcione aunque no haya cámaras.

El país está desnudo, sí. Pero no por un cuerpo expuesto, sino por lo que quedó a la intemperie: una sociedad que mira, pero no protege; autoridades que posan, pero no representan; y un Estado que aparece solo cuando ya es demasiado tarde para fingir vergüenza.

Y ahora que la radiografía no dejó piel ni coartada en su sitio, la pregunta incómoda, urgente y sin filtro es: ¿hasta cuándo vamos a seguir tratando la violencia contra las mujeres como si fuera garúa de temporada, algo que molesta pero no obliga a salir del paraguas?

Porque si esto es lo que llamamos “normal”, entonces el monstruo no está allá afuera. El monstruo tiene cargo, presupuesto y firma

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