Por estos días, en Tarapoto, no es la lluvia la que amenaza con inundarlo todo, sino la estupidez. Una estupidez que no moja, pero cala hondo. Porque la reciente decisión del Concejo Provincial de San Martín —aplaudida con entusiasmo por la alcaldesa Lluni Perea— de cambiar el uso de suelo para permitir el proyecto inmobiliario “Prana Lagoom” en las inmediaciones de la laguna Ricuricocha, no solo es una cachetada al medio ambiente, para muchos, es una bofetada con la mano sucia de intereses ocultos.
No se necesita ser hidrólogo, ni urbanista, ni genio de Harvard para entender lo obvio: si usted mete 300 familias en un terreno de más de 30 hectáreas, con todos los tubos, desagües, residuos sólidos, tanques sépticos, y su buena dosis de perros, gatos y parrillas domingueras, lo que era un espejo de agua se convierte en un charco con olor a cloaca. Pero claro, aquí, la lógica está tan ausente como la ignorancia y la dignidad en ciertas sesiones de Concejo.
¿Y qué es el “Prana Lagoom”? Un nombre tan pretencioso como el proyecto en sí. Lagoom, con doble “o”, como si el inglés mal escrito pudiera disfrazar la voracidad inmobiliaria de quienes se presentan como portadores de “desarrollo”. Sí, desarrollo… del bolsillo propio. Porque lo que se pretende levantar sobre esa zona de reglamentación especial no es una urbanización modelo, sino un modelo de cómo la corrupción, la improvisación y la complicidad institucional pueden arrasar un ecosistema entero con solo una firma.
Y aquí viene el plato fuerte: la señora alcaldesa Lluni Perea, a quien uno creería elegida para defender el bien común, aparece como promotora emocional —y quizás patrimonial— de esta desgracia con fachada de progreso. No es sarcasmo. Es indignación. Porque mientras la ciudadanía desayunaba con la noticia, salieron a la luz documentos que revelarían algo más que terrenos: revelarían un posible conflicto de interés del tamaño de una manzana… o más de 300.
Lluni, la misma que debería proteger la laguna, tiene terrenos en Ricuricocha. Así, sin anestesia. ¿Coincidencia? ¿Azar del urbanismo? ¿Destino caprichoso del catastro? O quizás ¿Un guión perfecto de telenovela municipal donde la heroína termina siendo la villana de la biodiversidad?
Entonces, uno se pregunta: ¿para qué sirven los planes de desarrollo urbano, si basta una ordenanza y una sonrisa para cambiar Zonas de Regulación Especial por Zonas Residenciales de Densidad Baja? ¿Para qué sirve la zonificación si la alcaldesa puede convertir una zona intangible en tangible para los negocios? Y, sobre todo, ¿Para qué sirve un Concejo Municipal si no para representar la voluntad del pueblo y no la voluntad de quienes pareciera que ven el verde solo en los billetes?
Ah, pero la historia no termina ahí. Tras la indignación pública, como buenos camaleones en apuros, algunos regidores —esos valientes de último minuto— ahora dicen que “se confundieron”, que “no sabían”, que “van a reconsiderar su voto”. ¿Reconsiderar? ¿Ahora? Para la mayoría de ciudadanos este panorama es tardío, como cuando ya le sirvieron el plato al postor y quieren devolver la cuchara. No pues. El cinismo también contamina.
Y mientras tanto, Ricuricocha llora. Llora por su flora, por su fauna. Llora por ser víctima de un sistema donde la ética es tan escasa como el agua en tiempos de sequía. Llora porque sus totorales podrían ser reemplazados por casas de tres pisos, piscinas privadas y jardines de plástico. Llora porque la promesa de turismo sostenible se evapora con cada votación municipal.
¿Y qué dice la Ley? La Ley dice mucho. Dice que hay delito cuando hay tráfico de influencias (Artículo 384 del Código Penal), cuando hay conflictos de interés no declarados (Artículo 397), cuando se atenta contra el medio ambiente. Pero la Ley también duerme en el Perú. Por eso, urge que la Fiscalía especializada actúe de oficio, que la Contraloría revise, audite y desnude. Que no seamos nosotros, los ciudadanos, quienes tengamos que hacer el trabajo que les corresponde.
Y finalmente, a esos que aún creen que se puede disfrazar el crimen ecológico con discursos de modernidad, les decimos: no todo lo que brilla es progreso. No todo proyecto es desarrollo. Y no toda alcaldesa es líder. A veces, solo son piezas de un juego sucio que se juega con trajes planchados y sonrisas falsas.
Ricuricocha no necesita «lagooms», necesita respeto. No necesita lotes, necesita árboles. No necesita más cemento, necesita menos codicia. Porque si dejamos que este atropello avance, estaremos construyendo no solo casas, sino también el epitafio de un ecosistema que alguna vez nos dio belleza, aire limpio y dignidad ambiental.
Y ese, queridas autoridades, será un crimen del que no podrán excusarse ni con inglés, ni con ordenanzas, ni con lágrimas de cocodrilo…