En el Perú, ya ni las alarmas suenan: se han vuelto parte del paisaje sonoro. Como los cláxones, los discursos políticos y las promesas vacías. En Lima y en las regiones, la delincuencia se ha sentado en la cabecera de la mesa nacional, brindando con impunidad mientras el resto del país mastica miedo.
Hace unos días, en Tarapoto, un joven de 18 años, Kevin Bryan Santos Flores, fue detenido con dinero que, según la Policía, eran parte del botín de un asalto a un agente bancario en La Banda de Shilcayo. Lo capturaron gracias a un paciente trabajo de inteligencia, dicen los partes oficiales. Pero mientras el uniformado posa con el detenido y los billetes marcados, los vecinos se preguntan: ¿cuántos “Kevin” más andan sueltos? ¿Y cuántos de ellos nacieron del abandono y el desgobierno que lleva años incubando el crimen como si fuera una plaga endémica?
Porque no se trata solo de un muchacho con una requisitoria. Se trata de un país con una. Una requisitoria pendiente por corrupción, por abandono, por desigualdad y por haber convertido la indiferencia en política de Estado. Un país que hace tiempo fue denunciado por sus propias víctimas, pero que aún no se presenta ante el juez de la historia. Un país con orden de captura moral, prófugo de su propia conciencia.
El Perú vive hoy una emergencia moral y ciudadana. Lima y el Callao han sido declarados en estado de emergencia: militares patrullando calles, derechos suspendidos como si fueran permisos temporales de cordura. Diez millones de personas vigiladas para que unos pocos miles de criminales teman… aunque la historia reciente demuestra que, en este país, los únicos que terminan temiendo son los inocentes.
En los últimos años, la violencia se ha institucionalizado. En el 2024 se registró 17 mil extorsiones y en lo que va de 2025 ya se cuentan 20.705 denuncias, casi un 30 % más que el año anterior. Cifras que suenan frías hasta que uno recuerda que cada número es una vida que duerme con sobresaltos, un transportista asesinado (ya van 47 este año), un comerciante que cierra su tienda antes de que caiga el sol, un niño que aprende a distinguir balazos de cohetes antes de leer.
Mientras tanto, el gobierno interino, otro más en la lista de siete presidentes desde 2016, juega a apagar incendios con gasolina. Declaran emergencias, promulgan decretos, anuncian operativos, pero nadie se atreve a tocar el fondo: un Estado que perdió autoridad, una justicia que no inspira miedo ni respeto, una economía informal que ha hecho del delito un empleo.
El crimen, como la política, también se descentralizó. Los noticieros mencionan con naturalidad asesinatos en Tarapoto, secuestros en Chiclayo, extorsiones en Pucallpa, “ajustes de cuentas” en Juliaca. El mapa del Perú parece una radiografía de heridas abiertas, una constelación de puntos rojos donde antes había nombres de ríos, montañas o sueños.
Y lo más peligroso no es la bala ni la amenaza, sino la costumbre. Nos estamos acostumbrando a vivir con miedo. A escuchar que “intervinieron a un sujeto con requisitoria” y sentir alivio, como si una golondrina hiciera verano en medio del invierno moral. Nos estamos resignando a que el país sea un campo de guerra donde el enemigo no lleva uniforme, pero todos los días dispara.
Los políticos, mientras tanto, se acusan entre sí y exigen mano dura desde la comodidad del hemiciclo. Y los ciudadanos, que no tienen blindaje ni escoltas, se encierran tras rejas que ya ni protegen, porque el miedo, como el humo, se escapa por todas partes.
El Perú no sabe quién es ni hacia dónde va. Es un país donde la corrupción convive con la pobreza y ambas son madres de la violencia. Donde el joven que roba quizás fue antes un niño que nadie cuidó, un adolescente que el Estado ignoró y un adulto que la sociedad condenó.
Pero que nadie se equivoque: entender no es justificar. La impunidad no puede ser el idioma oficial de la República. Si el Estado no impone el orden, lo hará el crimen. Y ya lo está haciendo. Las “vacunas” de las bandas se cobran a diario, y no solo en soles: también en miedo, silencio y desesperanza.
Vargas Llosa, en Conversación en La Catedral, se preguntaba: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. La pregunta, convertida en eco nacional, sigue sin respuesta. O tal vez la respuesta esté a la vista y no queremos verla: el Perú se jodió el día que dejamos de sentir vergüenza, el día que aceptamos el desorden como destino y la violencia como rutina.
No podemos seguir normalizando el terror ni romantizando la resiliencia. No se trata de aprender a vivir con miedo, sino de atrevernos a vivir sin él. Eso implica exigir al Estado que funcione, pero también mirarnos como sociedad y asumir nuestra parte: la educación abandonada, la indiferencia cómplice, el voto irresponsable, el silencio cómodo.
El crimen ha tomado las calles, sí. Pero el verdadero saqueo ha sido interno: nos robaron la fe, la empatía y la capacidad de indignarnos. Y si algo debe preocuparnos más que las balas, es ese robo invisible.
Tal vez, cuando volvamos a indignarnos de verdad, podamos empezar a responder la vieja pregunta de Vargas Llosa, no con resignación sino con acción.
Y quizás entonces el Perú empiece, al fin, a desenredar el nudo que lleva años asfixiándolo.



