Octubre llegó, y con él, los turrones, las procesiones y… los milagros.
Porque en este país tan devoto de lo imposible, no podía faltar el milagrito político del mes morado: la aparición de un nuevo presidente, por obra y gracia del Congreso. Uno que promete orden, justicia y renovación, justo como todos los anteriores que también juraron no ser “más de lo mismo”.
Y ahí lo tenemos: José Jerí, el flamante salvador de la República, el elegido del incienso y el blindaje, desfilando por las cárceles como si quisiera purificar nuestras culpas… o al menos disimular las suyas.
En el Perú, los milagros se fabrican con votos comprados, con pactos de medianoche y con la bendición del olvido. Y este, queridos lectores, ha sido otro de esos milagros a la peruana: uno que huele a incienso, pero también a ironía y corrupción rancia.
Ya empezaron las fotos del nuevo mandatario: todos sonrientes, todos felices, todos actuando como si el país no estuviera en llamas. La ilusión es perfecta. El Congreso, ese templo del cinismo, nos ha regalado otra estampita para la colección. Jerí posa ante las cámaras con la misma solemnidad que un santo recién canonizado por la bancada de los “impecables”.
Lo eligen, lo aplauden y lo llaman “líder”. Un líder que carga una denuncia por violación sexual archivada entre silencios y complicidad, sospechas de corrupción en la Comisión de Presupuesto y un historial de tuits que parecen escritos desde la barra de un bar, no desde la conciencia de un político.
Pero claro, el país que normalizó tener presidentes con prontuario no iba a escandalizarse por uno más. Acá todo se perdona. O mejor dicho, todo se olvida… mientras haya foto oficial y discurso patriótico.
Y así, entre cánticos y flashazos, el milagro se completó. Un Congreso con 90 % de desaprobación consiguió su propio salvador, un presidente interino elegido por los mismos que hace meses se juraban enemigos.
El Perú es experto en eso: en cambiar de rostro para mantener las mismas manos. Y nosotros, espectadores resignados, aplaudimos el estreno del mismo guion con distinto actor.
El nuevo mandatario promete “orden”. Qué palabra tan gastada. Orden fue lo que prometió el gobierno anterior mientras el país ardía. Orden es lo que gritan los congresistas cada vez que quieren callar una denuncia. Orden es lo que imponen los corruptos cuando logran que nadie hable más del tema. El orden, en el Perú, es ese silencio incómodo que se confunde con estabilidad.
Y para que no falte el toque de espectáculo, Jerí empezó su gobierno recorriendo cárceles, como quien busca un fondo moral en la escenografía. Nos mostró imágenes duras, con gesto serio, como si quisiera recordarnos que no le temblará la mano. Pero a nosotros ya no nos tiembla nada: ni la esperanza ni el asco.
Un presidente con denuncias caminando entre rejas… una metáfora tan perfecta que ni Vallejo la habría imaginado en su poema más triste. Mientras tanto, los congresistas celebran su “golpe democrático” con la discreción de un cumpleaños sorpresa.
Los mismos que blindaron a Dina Boluarte hasta que les dejó de servir, ahora se presentan como los salvadores de la patria. La vacaron no por los muertos en las protestas, ni por los relojes Rolex, ni por sus cirugías de medianoche. La vacaron porque les convenía.
Porque en este país la moral se mide en votos, no en valores. Y así, una vez más, tenemos un nuevo presidente y la vieja sensación de estar repitiendo la misma película de terror.
Nueve meses de gobierno interino, de espectáculo, de discursos huecos, de promesas recicladas. Nueve meses que, seguramente, nuestros congresistas se encargarán de seguir haciendo lo que mejor saben: blindarse entre sí y culpar al pueblo por no entender “la complejidad del proceso político”.
El Perú ya no vive crisis: vive capítulos. Somos una serie interminable de Netflix, donde cada episodio supera al anterior en descaro y en cinismo. Y cuando crees que ya lo viste todo, aparece el nuevo milagro congresal, acompañado de su propio coro de aduladores.
Nos piden paciencia. Esa palabra suave, redondita, que suena tan bien cuando la dice quien no tiene nada que perder. La paciencia ya no es virtud, es resignación. Y el Perú no necesita más resignación: necesita memoria. Memoria para no volver a creer en los mismos que juran haber cambiado. Memoria para recordar quiénes aplaudieron mientras nos robaban la esperanza.
Así que celebremos, pues, este nuevo milagrito del mes morado. Prendamos una vela, compremos nuestro turrón y pidamos fe… pero no en Dios, sino en nosotros mismos, porque nadie más nos va a salvar.
El Señor de los Milagros podrá salir en procesión, pero el Congreso sigue en confesionario, esperando que el pueblo vuelva a arrodillarse.
Y sí, tal vez el Perú siga agonizando, pero al menos lo hace con ritmo, sarcasmo y memes. Porque si algo nos sobra, es la capacidad de reírnos mientras se cae el techo.
Total, en este país, cada octubre trae su milagro. Y este, sin duda, ha sido el más descarado de todos.