Un día cualquiera de esos en que Lima huele a mar, Madrid a memoria y París a nostalgia, se nos murió Mario Vargas Llosa. Se apagó el verbo en su pluma, y la tinta esa vieja aliada suya. Lloró en silencio, como lloran los verdaderos dolientes: sin hacer ruido, pero dejando manchas que no se borran.
Murió Vargas Llosa. Sí. El Nobel. El niño travieso que quería ser aviador y terminó piloteando ficciones que cruzaron continentes. El peruano universal que puso en el mapa no solo a Arequipa, sino a todo un idioma, el español, que desde hoy se siente un poco más huérfano.
Se murió y uno no sabe si encender una vela o abrir Conversación en La Catedral y volver a preguntarse, como Zavalita: “¿En qué momento se jodió el Perú?”. Aunque hoy la pregunta cambia de tono, de geografía y de corazón: ¿En qué momento se nos murió Vargas Llosa? ¿En qué instante se le cayó la última palabra al alma?
No importa si te gustaba más su literatura o su polémica, si lo querías como novelista y lo resistías como político, o viceversa. Mario fue, sobre todo, inevitable. Estaba ahí, como una estatua que camina y escribe, como un Quijote sin molino pero con imprenta. Donde hubiera un conflicto humano, un rincón oscuro, un escándalo político, una pasión desbordada, ahí estaba él: narrándolo con bisturí y pluma.
Se nos fue el cronista del desorden latinoamericano, el cartógrafo de las pasiones, el último gran maestro de la novela total. El rival literario de García Márquez, el último gladiador del boom literario latinoamericano que aún seguía escribiendo con la disciplina de un reloj suizo y la terquedad de un burro andino.
Se murió Mario y uno siente que algo en la historia de la lengua ha hecho click, como cuando se cierra un tomo demasiado horrible y queda en el aire el eco de sus páginas. Se acabó la voz que le dio letra al escándalo de los cuarteles, al erotismo con clase, a la traición bien escrita, a la utopía herida y al amor con cigarrillo y café.
Vargas Llosa no fue un autor, fue una biblioteca que respiraba. Se peleó con la izquierda, con la derecha, con los dictadores, con los moralistas y con los adormecidos. Escribió novelas, ensayos, artículos, obras de teatro y hasta discursos que, a veces, sonaban más a relación que a política. Su vida fue un ring de boxeo entre la ética y el deseo, entre la razón y la belleza, entre el escritor y el ciudadano.
Y ahora que su voz se ha apagado, ¿Qué nos queda?
Nos quedan los libros, claro. Montañas de ellos. La ciudad y los perros, donde la adolescencia sangra en uniforme. La casa verde, donde el pecado y la redención bailan una marinera fatal. La guerra del fin del mundo, que es historia y delirio. La tía Julia y el escribidor, esa mezcla de ternura y locura que huele a radio, a bohemia y a domingo.
Pero más allá de la obra, nos queda su ejemplo: el del escritor que se levantaba a las cinco de la mañana, que corregía como un orfebre, que creía en el poder de la palabra más que en cualquier ideología. Nos queda el ruido de su máquina de escribir, que quizás hoy aún suena, allá en ese cielo donde tal vez ya conversa con García Márquez y Vallejo.
Mario Vargas Llosa murió, pero no se ha ido. Los verdaderos narradores no se van: se quedan en el aire, en las frases, en las discusiones. Se quedan en los cafés donde alguien cita una línea suya sin saber que era suya. Se quedan en las aulas donde un joven, en alguna ciudad improbable, se enamora de la literatura porque un día leyó La Fiesta del Chivo y entendió que las novelas también pueden doler.
Nos toca a nosotros, los que nos quedamos, no solo leerlo. Nos toca vivirlo. Escribir con la misma rabia elegante, con el mismo compromiso con la belleza y la libertad. Nos toca, sobre todo, no olvidarlo. Porque cuando se olvida a un escritor, entonces sí muere del todo.
Hoy, el idioma está de luto, pero también de fiesta, porque mientras alguien diga “Zavalita”, mientras alguien se pierda en las páginas de Travesuras de la niña mala, mientras alguien vuelva a preguntarse si la literatura puede cambiar el mundo… Mario Vargas Llosa seguirá escribiendo, incluso desde el silencio.