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lunes, septiembre 29, 2025

SAN MARTÍN: ENTRE EL CEMENTO Y LA SEQUÍA (Sugerencias a los candidatos)

Por: Ludwig H. Cárdenas Silva

En San Martín, como en muchas regiones del país, vivimos una paradoja preocupante: mientras se construyen más carreteras y puentes; mientras se abren centros comerciales y las inversiones aumentan, las áreas verdes desaparecen, el agua escasea y la inseguridad se apodera de las calles. Eso no puede llamarse progreso.

Durante años nos han vendido la idea de que el desarrollo de una ciudad se mide por el número de tiendas comerciales, por los edificios modernos y por la cantidad de dinero que circula. Pero esa visión es equivocada y rudimentaria. Una ciudad no es mejor porque tenga más bancos o supermercados. Una ciudad es mejor cuando sus habitantes pueden vivir bien: con abundante agua, parques donde pasear, calles seguras, cultura viva y un entorno que se respete y proteja.

En ciudades como Tarapoto y Moyobamba, cada vez es más común ver nuevas urbanizaciones sin árboles, avenidas sin sombra, ríos sin riberas verdes y vecinos haciendo colas esperando una cisterna con agua. ¿Cómo puede haber escasez de agua potable en una región con abundantes ríos?

¿Por qué ocurre esto? Porque construimos sin planificar, sin visión de futuro; porque estamos destruyendo los bosques que retienen y filtran el agua; porque talamos y pavimentamos sin dejar espacios verdes. Las ciudades sanmartinenses están creciendo de espaldas a la naturaleza. Y cuando se olvida el bosque, el agua desaparece.

Las consecuencias van más allá del caño seco: menos árboles significa más calor, más contaminación, menos sombra, menos vida. Sin vegetación urbana, las ciudades se convierten en hornos. El cemento lo cubre todo, pero no alimenta, no refresca, no respira.

Una ciudad no se define solo por su economía, sino por cómo se ve, cómo huele, cómo se siente al caminar por ella. En muchas zonas de nuestras ciudades las calles están mal diseñadas, sin iluminación adecuada, sin espacios públicos, sin parques seguros.

Cuando no hay parques o plazas limpias, los vecinos pierden lugares de encuentro. Cuando el espacio público se descuida, se rompe el tejido social. Y así, el desorden se instala como parte del paisaje urbano.

Un plan de desarrollo urbano debería empezar por lo básico: zonificación, alumbrado público, veredas amplias y seguras, parques bien ubicados, vigilancia comunitaria. No se trata solo de policías o serenos, sino de crear entornos donde las personas se sientan cuidadas y valoradas. El orden y la limpieza no son un lujo; son señales de respeto a los ciudadanos.

Algunas ciudades del país han entendido que su valor no está en imitar a otras, sino en proteger lo que las hace únicas. En países vecinos tenemos casos ejemplares: Loja (Ecuador) ha conservado su identidad andina y colonial a pesar de la modernización, convirtiendo su centro histórico en un patrimonio vivo donde conviven arquitectura  vernácula y espacios públicos verdes. Por su parte, Medellín (Colombia) renació apostando por su cultura local y su parque botánico.

Nuestra región tiene cultura, historia, paisajes únicos, pueblos con tradiciones vivas. Pero
si todo eso se deja de lado para dar paso al cemento, a los malls con franquicias importadas,
a las construcciones rápidas y sin planificación, perderemos nuestra identidad.

Una ciudad sin rostro es una ciudad sin memoria. Y una ciudad sin memoria es un lugar sin futuro.

Los servicios básicos deberían ser el primer indicador de progreso. Agua potable y energía eléctrica ininterrumpida, recolección y tratamiento adecuado de residuos sólidos, internet accesible. Todo eso define si una ciudad está realmente avanzada.

¿Qué sentido tiene construir centros comerciales si la gente no tiene buen servicio de agua potable? ¿De qué sirve un edificio moderno si los barrios aledaños viven entre basura o sin alumbrado? ¿Cómo se habla de «ciudades inteligentes» si hay niños que no pueden acceder a internet para estudiar?

Los servicios públicos no deben ser un privilegio. Son derechos. Y su eficiencia es el verdadero termómetro del desarrollo urbano.

Las soluciones no son complicadas. No se necesita un milagro ni millones para comenzar el cambio. Algunas propuestas simples pero urgentes:

– Proteger las cabeceras de cuenca y los bosques que alimentan nuestros ríos.
– Recuperar los márgenes de los ríos como espacios públicos, con parques y ciclovías.
– Plantar árboles nativos en calles, avenidas y parques.
– Exigir que toda urbanización nueva incluya áreas verdes obligatorias.
– Mejorar el alumbrado público en barrios y zonas periféricas.
– Promover mercados locales en lugar de megaproyectos comerciales.

Y, sobre todo, poner a las personas en el centro de toda planificación. Porque una ciudad no se construye solo con ladrillos, sino con relaciones, memorias, caminatas seguras, sombras bajo un árbol.

Una ciudad se siente, no se vende. No es un producto de vitrina. Tiene clima, tiene aroma, tiene voces y sabores. El alma urbana está en esos pequeños detalles: en una conversación en una banca, en una fuente limpia, en una calle que invita a caminar.

No hay franquicia internacional que sustituya el café del barrio. Ni centro comercial que pueda ofrecer lo que un parque bien cuidado puede regalar: tranquilidad, aire puro, encuentros. No hay cifra económica que supere la sensación de seguridad cuando tu hijo juega en una plazuela bien iluminada.

El futuro se decide ahora, no mañana. Bienvenida la inversión a nuestras ciudades, pero si seguimos creciendo improvisadamente, si seguimos talando sin reforestar, si seguimos urbanizando sin planificar, pronto no tendremos una ciudad donde vivir, sino solo un lugar de paso, ajeno, hostil y seco por dentro.

Nuestra región tiene todo para ser un modelo de desarrollo urbano y rural: clima agradable, gente trabajadora, cultura viva, naturaleza exuberante. Solo falta que sus autoridades, y nosotros mismos como ciudadanos, entendamos que el progreso no se mide por el número de tiendas comerciales ni por el cemento en las avenidas, sino por la calidad de vida que se respira en cada calle.

Podemos elegir entre dos caminos:

1. Una ciudad orientada al negocio, pero sin agua, sin árboles, sin seguridad.
2. Una ciudad donde se viva bien: con servicios eficientes, parques verdes, identidad cultural y calles para todos.

La decisión es urgente. Porque una vez perdido el bosque y el río, será muy difícil recuperarlos. Y porque una ciudad que olvida su esencia, tarde o temprano, se vuelve inhabitable.

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