Silencio, el sonido más letal de este país

Otra vez. Otra niña. Otra historia que empieza con un grito ahogado y termina con una lápida.

Esta vez fue en Yurimaguas, donde el verdor del bosque contrasta con la podredumbre moral. Ella tenía 17 años, pero hacía tiempo que le habían robado la infancia, la voz y hasta el derecho de ser llamada “menor”. No murió el fin de semana. La mataron hace años, a pedazos, cada vez que su padrastro, ese hombre que debía protegerla, cruzó la puerta de su cuarto con la impunidad de quien se sabe dueño. La última vez solo completó la obra: una ejecución final, brutal, absurda.

El monstruo tenía nombre, DNI y libre tránsito. No era un desconocido. No salió de la oscuridad de un callejón sino del mismo techo, del saludo cotidiano, era con quien ella compartía la mesa y los más oscuros secretos.

La madre sabía. Lo supo desde siempre. Pero eligió callar, como quien apaga la alarma de un incendio porque le molesta el ruido.

Y el Estado… ay, el Estado. Ese padrastro colectivo que también la violó, pero con sellos, oficios y expedientes archivados. Ella denunció, una, dos, tres veces. Nadie la escuchó. Nadie movió un dedo. La burocracia fue su segundo agresor: lenta, torpe y con corbata.

El asesino dice que la mató por “encontrarla con su enamorado”. Qué ironía. La mató por vivir lo que él le arrebató. Por tener un amor libre, sin miedo, sin asco. Por ejercer el derecho a decidir sobre su cuerpo, ese mismo cuerpo que él había colonizado desde que tenía diez años. Diez años. Diez años y ya sabía lo que era el miedo en carne viva.

No, esto no es un “crimen pasional”. Es un crimen patriarcal, estructural, sistemático, reincidente. Es la punta del iceberg de un país que cada día entierra a una hija y entrena al próximo asesino con el silencio.

¿Dónde estaban todos cuando ella gritaba? ¿Dónde estaba el vecindario que escucha pero no se mete?¿Dónde estaban los fiscales, los policías, las oficinas de la mujer? Probablemente llenando formularios, organizando campañas contra la violencia para el 25 de noviembre.

La violencia no solo tiene rostro masculino. También tiene rostro femenino, cuando la madre elige callar, cuando la abuela dice “aguanta nomás, hija”, cuando la vecina murmura “algo habrá hecho”. El machismo es un virus con múltiples portadores. Y en este caso, la madre fue su incubadora.

Se habla de justicia, pero ¿de qué justicia? ¿La que llega tarde, cuando ya hay un cuerpo sobre la mesa y una carpeta fiscal abierta? ¿La que mide en centímetros de hematomas y cortes si merece atención o no?

La justicia, en este país, tiene sordera selectiva: no escucha el llanto, solo el escándalo mediático. Mata el olvido tanto como la bala o el cuchillo. Y mientras tanto, en algún despacho, alguien escribe un mensaje en redes sociales indignado, alguien promete “una investigación exhaustiva”. El país se viste de luto en titulares y de indiferencia en la práctica. Hasta la próxima niña.

Nos acostumbramos. Esa es la peor noticia. Nos hemos vuelto expertos en llorar sin cambiar. Una menor abusada. Un familiar agresor. Una madre que calla. Un Estado ausente. Y un cementerio que sigue ampliando su lote de víctimas.

Ya no duele tanto porque ya no sorprende. El horror dejó de ser excepcional y se volvió cotidiano, como el tráfico o la inflación. Hay que decirlo sin adornos: esta sociedad cría violadores y los alimenta con impunidad.

Desde los chistes, los programas de televisión, los titulares morbosos, los jueces que preguntan “cómo iba vestida”, los padres que enseñan a las hijas a cuidarse pero no a los hijos a respetar.

Nos reímos de la víctima, defendemos al agresor, justificamos el crimen, y luego pedimos justicia como quien pide delivery: rápido, sin esfuerzo, sin asumir culpa.

A la menor de Yurimaguas le arrebataron la vida, pero también la fe en el mundo. No fue un caso aislado, fue un espejo. Uno que nos devuelve nuestra imagen colectiva: una sociedad que normaliza la violación, que idolatra la maternidad pero desprecia a las hijas, que defiende la familia tradicional aunque esté podrida por dentro.

La mataron entre todos: el padrastro que la violó, la madre que calló, los vecinos que miraron, el Estado que ignoró. Y nosotros, los que solo reaccionamos cuando ya hay sangre en las noticias, también tenemos las manos manchadas.

Dicen que la justicia llegará. Pero la justicia no resucita. La justicia debería haber llegado cuando ella tenía diez años, cuando pidió ayuda, cuando aún podía reír, cuando todavía soñaba con un futuro.

Hoy lo único que queda es un país que se dice horrorizado, pero que mañana volverá a mirar a otro lado. Quizás deberíamos dejar de preguntarnos por qué los hombres matan a las mujeres, y empezar a preguntarnos por qué los dejamos hacerlo.

Porque mientras sigamos llamando “casos” a lo que son crímenes, mientras sigamos viendo estadísticas y no rostros, mientras sigamos creyendo que esto le pasa a “otras”, el padrastro, ese, o cualquier otro, seguirá ganando.

Y el silencio, ese cómplice antiguo, seguirá siendo el arma más letal.

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