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martes, mayo 7, 2024

De la lectura y otros demonios

Ni fueron cuentos chinos ni fábulas griegas. Los primeros libros que leí por voluntad propia fueron sobre la desgarradora batalla de Arica, la honorable y espartana campaña de la Breña, el combate de Angamos y la estúpida defensa de Lima por parte del dictador Piérola.

La biblioteca familiar era un recodo para el honor al soldado caído. Mi padre, como buen oficial del Ejército, tenía una colección de libros que espulgaban combates, teorizaban sobre las batallas perdidas y daban cuenta de partes de guerra minuciosos, deliciosamente trágicos.

El segundo encuentro con la lectura fue un premio a mi tenacidad por lo prohibido. No entendía como mi viejo afirmaba seguir siendo militar sin usar uniforme. Así es que una tarde de domingo que se fue al hipódromo hurgué entre sus cosas y descubrí panfletos maoístas, volantes pidiendo guillotina para reaccionarios y varios ejemplares de El Diario, el pasquín que servía de vocero a Sendero Luminoso.

Tiempo después entendería que su trabajo en la última fase de su carrera tenía algo que ver con inteligencia, con esa guerra silente que guardias civiles, republicanos, pips y militares lucharon contra los afiebrados seguidores de Mao, Marx, Lenin y Trostki.

El tercer amorío con las letras no fue con libros, sino con Caretas, la revista que una tía sin alma traía a casa de la abuela y que yo devoraba con un apetito desmedido. Ahí aprendí más del Perú que en toda la secundaria. Conocí a Barrantes y su lucha por la justicia social, me topé con la matanza del frontón y, entre otros hallazgos, aprendí sobre el racismo encubierto en las propagandas de Sears y los sets del Tío Jhony.

Sin embargo, fue en la universidad donde el amor se volvió una obsesión. Llegar a San Marcos me tomaba hora y media desde casa, así que los viajes de ida y vuelta en la destartalada 32, los anestesiaba con las estafas de Melquiades, la palabra del mudo, el erotismo a dieta de Stendhal, los personajes bucólicos de Saramago o Sábato y la poesía maldita y suicida de Ciorán.

Llegué a leer como 30 libros por año como promedio, sin incluir los que exigían los syllabus, hasta que aterricé en la redacción de culturales de El Peruano. Entonces la cifra aumentó y creo haber llegado a lo que sostiene la estadística como freno para la ignorancia: leer 50 libros por año.

Una cifra que puede sonar astronómica si tenemos en cuenta que el promedio nacional de lectura es medio libro al año, pero puede alcanzarse si cambiamos la obligación por el estímulo y nos dejamos de cojudeces. De tonterías como esas ferias de libro que son fiestas de chucherías en Tarapoto y Moyobamba. Hay que coquetear con el cómic para atraer a los niños con las viñetas.

Necesitamos mirarnos el estómago. Convocar a los artistas plásticos locales para crear una editorial de la memoria y el orgullo amazónico. Imprimir cómics sobre nuestros mitos y personajes. Alimentar la fantasía de nuestros niños, engordar su creatividad y una vez alejados de la lobotomía televisiva, inocular libros imprescindibles en las escuelas. Pero no basta con engordar bibliotecas, sino que debemos acompañar esta revolución con rings literarios, concursos de prosa y poesía, becas que alienten y computadoras que almacenen sueños.

Tenemos tres años para combatir la mediocridad cultural y la canallada de burócratas que son rimadores de sobras. Metámonos a las trincheras de una autentica revolución para llegar al Bicentenario con algo que celebrar, porque, señores, no basta con pintar murales ni poner baners en los postes, hay que cambiar chips para que el Perú apeste un poco menos. Esa es nuestra tarea.

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