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2025: El año en que todos sabían todo… pero nadie hizo nada

“No fue ignorancia, fue comodidad”

En el Perú del 2025 nadie puede decir que no sabía. Nadie. La ignorancia murió atropellada por el exceso de información, pero nadie fue al entierro. La data circuló con una velocidad obscena, como la culpa cuando encuentra una excusa, y aun así seguimos fingiendo sorpresa. Sabíamos cómo funcionaban las cosas, por dónde se torcían, quiénes ganaban y quiénes pagaban la factura. Lo sabíamos todo, o al menos lo suficiente como para no hacernos los ingenuos. Y, aun así, no hicimos nada. O peor: hicimos lo mínimo indispensable para no sentirnos culpables.

El 2025 será recordado como el año del conocimiento inútil. Un país ilustrado en escándalos, con maestría en indignación digital y doctorado en mirar al techo cuando toca mirar al frente. No fue ignorancia. Fue comodidad. Esa deliciosa, tibia y muy peruana comodidad de decir “qué terrible”, mientras se sirve otro café, se desliza el dedo por la pantalla y se cambia de tema porque ya cansa.

En Lima, la corrupción siguió siendo estructural; en las regiones, funcional; y en San Martín, casi parte del ecosistema. Tan integrada al entorno como el calor que no perdona o la lluvia que cae sin avisar. Se sabía cómo se manejaban los recursos, cómo se maquillaban cifras y cómo los proyectos públicos servían más para justificar gastos que para resolver problemas. Se sabía. Se comentaba. Se ironizaba. Pero denunciar cansa, fiscalizar desgasta y enfrentarse al poder tiene costos. Y aquí, cuando algo amenaza la tranquilidad personal, se convierte rápidamente en un tema “para después”.

Porque al peruano, hay que decirlo sin rodeos, le molesta más el conflicto que la injusticia. Preferimos el silencio ordenado al ruido incómodo. Mejor acomodarse que incomodarse. Mejor mirar a otro lado que señalar. Mejor sobrevivir que cuestionar. Así, la corrupción no necesitó esconderse demasiado: aprendió que bastaba con esperar a que pase la indignación de turno.

La violencia tampoco fue novedad. Llegó puntual, constante, casi disciplinada. En calles, carreteras y hogares. En San Martín, donde la selva ya no alcanza para esconder el miedo, la inseguridad dejó de ser titular para convertirse en advertencia cotidiana. “No salgas”, “no te metas”, “mejor no opines”. La violencia no avanzó por fuerza bruta, sino por agotamiento social. Ganó porque encontró una ciudadanía cansada de exigir y experta en normalizar lo intolerable.

Mientras tanto, la precariedad hizo su trabajo en silencio. Empleos frágiles, derechos negociables, jóvenes acumulando títulos que no garantizan futuro y adultos acumulando resignación. El desarrollo fue una promesa eterna y una realidad mínima. Se habló de crecimiento mientras la informalidad seguía siendo el verdadero modelo económico: trabajar mucho, ganar poco y agradecer no estar peor.

Y ahí estábamos todos. Mirando. Comentando. Reaccionando. El activismo más cómodo del mercado: el que se ejerce con Wi-Fi estable y conciencia flexible. Protestar sin exponerse, exigir sin involucrarse, cambiar el país sin levantarse. Porque levantarse implica incomodarse, y la incomodidad se volvió el enemigo número uno del ciudadano moderno.

Los líderes políticos, por supuesto, hicieron su parte: discursos rimbombantes, promesas recicladas y escenografías de cambio, impecables en discurso y vacías en la acción. Palabras infladas, solemnidad inútil y la eterna fantasía de que el país se arregla con frases bien ensayadas. Y nosotros, disciplinados, aplaudimos por costumbre, criticamos en privado y seguimos esperando que alguien más haga lo que nunca quisimos hacer.

“No es mi problema”. La frase favorita del país. No es mi problema mientras no me afecte hoy. No es mi problema si aún puedo esquivarlo. No es mi problema mientras conserve mi pequeña cuota de estabilidad. Así, el Perú se convirtió en un archipiélago de comodidades individuales flotando sobre un naufragio colectivo.

En San Martín la contradicción fue evidente. Se habló de desarrollo, de potencial, de riqueza natural, mientras se toleraban prácticas que lo saboteaban todo. Se defendió la identidad regional con orgullo, pero se toleraron silencios que la debilitaban. Se gritó en las fiestas y se susurró cuando tocó exigir. Mucha alegría pública, poca firmeza cívica.

Al final, el 2025 no fue un año perdido. Fue un año brutalmente honesto y revelador. Nos mostró sin maquillaje, que el problema no es la falta de información, sino la abundancia de excusas. Que la indignación sin acción es solo entretenimiento moral.

Por eso el balance quema. Porque no hay coartadas. Sabíamos. Siempre supimos. Y aun así elegimos la comodidad, la adaptación, la sobrevivencia silenciosa. Elegimos no mover demasiado el tablero por miedo a perder lo poco que creíamos tener.

El 2025 se va dejando una verdad incómoda, de esas que no entran en brindis ni en discursos optimistas: el país no necesita más diagnósticos, necesita más incomodidad. Menos espectadores y más responsables. Menos quejas y más consecuencias. Porque el silencio también gobierna, la indiferencia también decide y la comodidad, cuando se vuelve costumbre, deja de ser neutral para convertirse en complicidad.

No fue ignorancia.

Fue comodidad.

Y esta vez, quema porque ya no hay a quién más echarle la culpa.

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