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viernes, abril 19, 2024

El parque Inguiri (II)

REMEMBRANZAS

Por: Pedro Emilio Torrejón Sánchez

Volviendo al parque Inguiri : como les dije en líneas antes mencionadas, guardo un recuerdo imperecedero del lugar. Comí juanes deliciosos, humitas sabrosísimas, anticuchos de corazón o de tripitas exquisitos y por supuesto bebiendo la incomparable chicha de maíz de nuestra tierra.
Pero lo que más me viene a la mente son dos situaciones :
a) El hermoso mango que estaba al frente de la casa de don Jorge Rojas Vásquez y de doña Yda Victoria Pérez Pinedo (esposos que tenían un salón de corte de pelo). Ese mango si hablaría, contaría un shunto de historias. ¿No sé cuántas veces le hemos huicapeado, mis amigos y yo, para obtener sus fragantes frutos ? : mango verde, le comiamos con sal ; mango maduro, sobretodo murochito, era un manjar al paladar. Varias veces no acertábamos el tiro, que pasaba raspando a tres metros de su cotito…y si por chiripa derribábamos « algúnas manguas » (come decía Fernando El Tumbo, un miembro del barrio) era una fiesta sin igual, mejor que el Carnaval. Edocho (hijo de don Jorge Rojas) se acuerda que, debajo del frondoso mango que cobijaba los pequeños puestos de venta, en una oportunidad una bodeguita fue dejada sin candado (solamente le pusieron unas vueltitas de alambre). ¡Que inconsciente de propietario ! Y continúa Edgardo diciendo : « Hasta un gato goloso podría abrirla…pués nosotros nos hartamos de dulces y encima llenamos nuestros bolsillos para continuar en nuestras habitaciones comiendo a nuestro antojo las golosinas ». Como era de esperarse, no se encontraron a los responsables y la muchachada tampoco delató ésta fechoría. Claro está : nunca más se volvió a ver un puestito mal cerrado bajo nuestro mango. Pobre amigo mango, en nombre del progreso te cortaron y te llevaste nuestras travesuras. Me puse triste en esa oportunidad y hasta la actualidad, mi shungo se aflige las veces que me acuerdo del episodio. La vida es así.
b) La otra es una anécdota. Estaba en primer año de secundaria en el Jiménez Pimentel en 1975, habían dos auxiliares : el de la mañana, El Avispa (tipi cintura), muy nervioso el hombre ; y el de la tarde, don Panchito (que siempre andaba con su chicote en la mano dizque para corregirnos). Pués bien, don Panchito nos dijo que si queríamos no tener cursos una de las tardes, toda la clase debería imperativamente comprar las entradas al circo Ramírez Boys. Si un alumno decidía no irse con el grupo, el asunto se fregaba. ¿Y qué era la entrada ?, un simple ticket en papel blanco con un numéro realizado con una enumeradora. Como mis padres tenían una imprenta, me puse a pensar cómo podría imprimir les dichas entradas. Mientras mis progenitores hacían la siesta de costumbre (depués de escuchar las noticias al mediodía y el Mundo Social de Radio Tropical animado por Juan Gonzáles Inga), con algúnos compinches pimentelinos sigilosamente confeccionamos las entradas en el taller de la imprenta. La misma tarde, dimos a todos los alumnos de mi sección, el famóso Sésamo que les abriría las puertas del circo…pero calculámos mal : faltaban entradas para tres camaradas. Y éstos tres estaban dispuestos a denunciarnos, si no encontrábamos una solución al dilema. La salida del impasse fue la confección de los tickets a la mano. Y es eso lo que hice, aún estando bajo presión. Cada alumno tenía un billete en la mano.Después de la bendición de salir del colegio de la parte de don Panchito (que no sospechó absolutamente nada) y bajo la bulla general que engendra éste tipo de algarabía, nos encaminamos al circo. Todo el mundo entró sin dificultad, sólo los tres que tenían entradas hechizas. Casi me orino de pánico. Mis compañeros que entraron de gorriones (ninguno pagó) se divirtieron de los más lindo ; sin embargo yo, que estaba perdido en la masa, estaba más asustado que una cucaracha en fiesta de cholos (la expresión es de Tulio Loza) : porque me imaginaba que los propietarios del circo iban a venir a buscarme con policías. Me hacía todo una peliculilla en mi cabeza : ser trasladado a la comisaría como un vulgar delincuente, esposado y expuesto a la mirada de la gente, y sobretodo la vergüenza para mis señores padres. Finalmente, los tres compañeros de clase no abrieron la boca y el asunto se terminó ahí. Resistieron bien. ¡Qué alivio ! Han pasado más de 37 años y es la primera vez que cuento esta historia públicamente. Como pueden imaginarse, mis padres se fueron de esta tierra sin haber tenido conocimiento del asunto. Fue una palomillada de más que me tocó vivir con todos mis compañeros de clase en el parque Inguiri.
Hay otras anécdotas que desearía contarles del barrio donde crecí (sin ser palangana era uno de los mejores de Tarapoto), pero será en otra oportunidad.

Abril 2013.
Pedro Emilio Torrejón Sánchez.
Desde Furchhausen, Francia

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