Dicen que la política es el arte de lo posible. En San Martín, parece más bien el arte de la reinvención infinita: los candidatos no mueren, se reciclan en afiches, se reencarnan en spots de campaña y regresan maquillados, como reediciones de una vieja novela que siempre promete un final distinto, pero nunca cambia de trama.
El tiempo pasa, los discursos se arrugan, pero las sonrisas en campaña se planchan de nuevo, como camisa recién comprada en el mercado. Y, claro, de tanto en tanto aparece un rostro que no está curtido por el sol de mítines pasados, uno que promete frescura, como si en vez de un político fuera un yogur recién salido de la refrigeradora.
En este escenario, reaparece César Villanueva. Sí, ese mismo: el que para unos fue un prócer amazónico y para otros, un villano de manual. Unos lo recuerdan como el arquitecto de sueños regionales; otros, como el contratista de pesadillas. Lo cierto es que su nombre nunca fue neutro, ni tibio, ni de esos que se olvidan entre la fila del banco y el tráfico del mediodía. Villanueva siempre provocó algo: nostalgia, rabia, esperanza o escepticismo.
Un amigo, de esos que hablan con la nostalgia colgada en la voz, me dijo hace unos días: “El trabajo de Villanueva dejó una huella profunda; verlo regresar emociona”. Claro, la huella puede ser también la de un zapato embarrado en la sala, pero huella al fin. En política, los recuerdos son selectivos: algunos se acuerdan de lo bueno, otros de lo malo. Depende de dónde pones la lupa.
El regreso de César no es solo el regreso de un hombre; es la resurrección de un estilo. Más años, más canas, más experiencia, más detractores. La fórmula está servida. La política es como el buen café, dicen: se huele, se saborea, nunca se olvida. Lo que no aclaran es si hablamos de café pasado por agua o de ese que te despierta de un sorbo. Y aquí estamos, degustando la primera taza de una campaña que promete ser un banquete de discursos recalentados y recetas nuevas servidas en platos desechables.
Pero Villanueva no llega solo. La pasarela electoral sanmartinense está lista para el desfile: viejos actores reaparecen con maquillaje nuevo, novatos se estrenan con discursos ensayados y los reciclados hacen lo que mejor saben: repetir el mismo libreto, pero con portada renovada. Algunos se presentan como la salvación, otros como la renovación, y más de uno como la continuación… de sí mismos.
La contienda es eso: una mezcla de nostalgia, oportunismo y esperanza que se agita en la coctelera de la democracia. Nos venden visiones de desarrollo regional envueltas en frases brillantes, aunque todos sabemos que las visiones se empañan en el primer contacto con la burocracia. Prometen trabajo, progreso, bienestar, y lo hacen con esa solemnidad de predicador en plaza pública, aunque al día siguiente se les vea negociando con la misma facilidad con la que un niño cambia figuritas repetidas.
Y mientras tanto, el pueblo sanmartinense observa, comenta y se ríe, porque si no nos reímos, lloramos. Sabemos que la política es un terremoto permanente, un movimiento telúrico donde las placas tectónicas se llaman intereses. Hoy tiemblan las plazas con discursos y mañana tiembla el ciudadano. Así es la cosa: se mueve, se agita, se desmorona y se vuelve a levantar, como casa de adobe en temporada de lluvias.
Pero no todo es cinismo. En el fondo, uno siempre guarda la esperanza de que esta vez sí, de que entre tanto reciclaje aparezca alguien que entienda que gobernar no es llenar bolsillos, sino vaciar problemas. Que ser elegido no significa tener derecho a servirse, sino el deber de servir. Suena básico, pero en política lo básico suele ser lo más revolucionario.
Así que aquí estamos: frente a una batalla democrática que se pinta intensa. Habrá discursos encendidos, spots de campaña con música épica y fotografías estratégicas en los mercados. Habrá lágrimas en los mítines, abrazos a niños y promesas por doquier. Habrá, sobre todo, ese espectáculo único donde los adversarios de hoy serán los aliados de mañana, y los enemigos jurados terminarán compartiendo una misma foto bajo el título de “unidad por el pueblo”.
La democracia, al final, es como una feria patronal: se instala, se llena de luces, todos gritan, todos prometen, todos venden. Algunos te ofrecen caramelos y otros, ilusiones. Pero cuando se apagan las luces, cuando se desmontan los toldos, queda la plaza con la basura tirada y el pueblo recogiendo lo que se pueda.
Porque, seamos sinceros: para algunos, la política es el arte de negociar lo imposible; para otros, el arte de sobrevivir en cada elección; pero para muchos, la mayoría desencantada, la política no es más que el arte de mentir con facilidad y de convencernos de que esa mentira es, además, un acto de amor patrio.
Y, sin embargo, seguimos mirando, seguimos creyendo. Porque la política, como el buen café, ese sí, el fuerte, el de verdad, nos mantiene despiertos. Y aunque nos queme la lengua, seguimos bebiendo.