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jueves, junio 5, 2025
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No lo mató la guerra…lo mató la necesidad

Hay historias que no nacen para estar en libros, sino en los silencios que duelen. Historias que no caben en titulares, porque no buscan fama, sino justicia. Historias como la de José Ávila Tuanama, que no termina en una tumba, sino que comienza en un corazón roto latiendo aún por los suyos.

José nació en San Martín, tierra caliente y fértil, donde el sol golpea fuerte pero no tanto como la realidad. No era soldado, era padre. No empuñó las armas por patriotismo extranjero, sino por amor doméstico. Recién había cumplido 29 años. Era obrero de construcción civil. Tenía dos hijos y uno aún esperando la primera caricia de un padre que no conocerá.

No tuvo instrucción militar. Nunca desfiló al son de una corneta ni gritó “¡presente!” en cuarteles. Su batalla era otra: la lucha diaria contra la falta de oportunidades, el desempleo que muerde y no suelta, la desesperanza que crece como maleza en los bolsillos vacíos. Y en medio de esa batalla sin medallas, apareció una oferta. Un contrato. Una promesa jugosa, decían. Un salario que nunca había imaginado a cambio de seis meses en el infierno.

Ucrania. Tierra lejana, guerra ajena. ¿Qué hacía un obrero amazónico en la nieve, patrullando trincheras heladas? La respuesta está en la mesa de su casa, donde el arroz siempre era contado. En el vientre de su esposa, donde un nuevo hijo pedía futuro. En los ojos de sus pequeños, donde él se veía a sí mismo sin poder prometerles nada. José no fue a la guerra por gloria, fue por pan.

Con apenas tres semanas de entrenamiento -solo una sombra de lo que la guerra exige-, fue lanzado a la línea de fuego. Temperaturas de quince grados bajo cero quebraban su cuerpo. Le sangraba la nariz, le sangraban los sueños, pero no retrocedía. Cada noche helada era una noche más cerca de volver. Cada disparo esquivado, una promesa cumplida en suspenso. Cada amanecer congelado, una carta no escrita para su hijo no nacido.

El 23 de mayo a las 10 de la noche marcó por última vez. Su voz llegó como un suspiro hasta la selva peruana. Dijo que salía de patrullaje, que le quedaba un mes, que ya casi estaba, que aguanten un poco más, que pronto volvería…Pero no volvió.

Murió en una emboscada. Junto a ucranianos y colombianos, hombres también tragados por una guerra que no los llamaba por nombre, sino por necesidad. Murió lejos, muy lejos, mientras en su casa no se apagaba la luz por si llamaba de nuevo. Murió sin uniforme patrio, sin bandera, sin funeral oficial. Y su familia, hoy, vela una mochila, un polo, unos zapatos. Vela su ausencia, que pesa más que el cuerpo que no llegó.

Y uno se pregunta: ¿Cuántos Josés más hay caminando al borde de decisiones imposibles? ¿Cuántos hombres deben cambiar el taladro por el fusil, el hogar por el frente, la vida por la posibilidad de que sus hijos tengan un mejor futuro?

El sacrificio de José no fue heroísmo, fue necesidad disfrazada de coraje. Fue amor puro, sin condiciones. Porque el amor verdadero no es el que se dice, es el que se entrega. José se entregó completo, porque cuando un padre ve hambre en casa, hasta la muerte parece una opción razonable.

Hay quienes dan la vida por un país. José la dio por una familia. Quizás nunca haya una estatua suya. Quizás su historia no aparezca en los libros, pero en cada plato servido con lo poco que mandaba desde el frente, en cada lágrima contenida por su esposa, en cada abrazo pendiente a sus hijos, José Ávila Tuanama vive.

La historia de José debería dolernos a todos, no porque sea única, sino porque es demasiadas veces repetida. Porque revela una herida nacional: la exclusión que empuja a los nuestros a guerras ajenas. Porque desnuda la injusticia que hace del amor un riesgo mortal.

Que su muerte nos duela. Que su historia nos incomode. Que su nombre no se pierda en el viento helado de donde cayó, sino que resuene como un eco de lo que no debe repetirse.

José no murió por Ucrania. José murió por un plato de comida, por una cuna con abrigo, por una risa sin miedo. Murió por amor. Y ese amor, tan simple, tan crudo, tan verdadero, debería bastarnos para llorar y también, para despertar…

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