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lunes, junio 9, 2025
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¿Cuándo se nos deshiló el alma?

¡Ay, patria mía! Qué bien ondeas, qué poco te sienten. Hace unos días celebramos -o mejor dicho, pasamos por alto con disimulo- el Día de la Bandera, esa dama bicolor que alguna vez fue motivo de pecho inflado y ojos brillosos. Hoy, pobre bandera nuestra, no eres más que un accesorio de calendario, un filtro más entre los cientos que circulan en historias efímeras, atrapada en un mundo que se desliza más que reflexiona.

¡Qué tiempos aquellos! Sí, de esos que huelen a tiza y cuadernos con márgenes rojos. Recuerdo cuando nuestros abuelos eran los verdaderos influencers: te enseñaban a cantar el himno nacional sin tartamudeos ni pena, con el pecho henchido de emoción y no de likes. Cuando sabíamos que la quina no solo era planta sino símbolo, que el rojo era sangre heroica y el blanco la paz que aún no terminamos de encontrar.

Hoy, en cambio, la bandera se iza solo cuando el protocolo lo exige -si es que se iza-, y se guarda después como se guarda una prenda incómoda: con alivio y olvido. La escarapela apenas sobrevive en fechas señaladas, y el amor por la patria se ha vuelto un souvenir: lo lucimos para las cámaras, pero no lo sentimos en el corazón.

¿Qué nos pasó? ¿En qué momento se nos deshiló la bandera del alma? Tal vez cuando comenzamos a creer que amar al Perú era comer ceviche en julio, o subir una foto en Machu Picchu con pose de catálogo. Nos quedamos con la postal, pero no con la historia. Nos importa más cómo se ve el país desde un drone que cómo lo ven sus niños desde una olla vacía.

Y aquí estamos, caminando de espaldas a la identidad, jugando al turista en nuestra propia tierra, siendo hinchas futboleros de la bicolor, mientras el patriotismo agoniza entre la indiferencia en el día a día.

El patriotismo no se aprende con un desfile obligatorio. Se cultiva, como la papa, en casa y con paciencia. Pero hoy las casas ya no huelen a tradición. Antes, los abuelos eran cronistas orales: contaban, enseñaban, despertaban el asombro. Ahora, la historia duerme en PDF y los nietos en TikTok. Los niños saben hacer más con una pantalla que con una bandera. ¿Y quién los culpa, si los adultos ya no enseñamos ni con palabras ni con ejemplo?

La verdad, el patriotismo se ha vuelto sospechoso. Decir que amas al Perú suena ingenuo, casi anticuado. Pero amar al Perú no significa negar sus errores, sino tener el coraje de corregirlos. El verdadero amor patrio no es de ciego, sino de terco: es querer un país mejor incluso cuando no se lo merece.

Y es que sí, el Día de la Bandera también es un espejo: nos muestra no solo lo que fuimos, sino lo que no estamos siendo. ¿Dónde quedó la equidad, la justicia, el respeto mutuo? ¿Dónde están los valores que supuestamente defendemos con tanto fervor un día al año? Celebramos símbolos, pero ignoramos significados. Veneramos la tela, pero despreciamos al compatriota que la lleva rota.

«El patriotismo está en crisis», dicen algunos. Yo diría que está en coma, esperando que alguien le hable al oído para despertar. Y no con discursos pomposos ni campañas institucionales, sino con gestos concretos: enseñar, escuchar, recordar, agradecer. Empezar en casa, seguir en la calle, contagiar en la escuela, reflejar en los medios.

Porque lo que falta no es información: es conciencia. No es más historia, sino más corazón. Y para eso, hay que volver a sentirnos parte del mismo suelo, de la misma historia, del mismo sueño.

Así que, si me preguntan qué haría falta para recuperar el amor por el país, respondería sin dudar: menos figuretismo y más respeto. Menos selfies con la bandera y más acciones por el vecino. Menos hinchas en los partidos y más compatriotas en las calles.

Reivindiquemos la bandera no como símbolo inerte, sino como promesa activa. Que ondee no solo en los mástiles, sino en las decisiones cotidianas. Que sea más que un fondo de pantalla; que sea una causa.

Porque el Perú no necesita más himnos cantados sin ganas, ni más platos típicos olvidados al día siguiente. Necesita que cada uno de nosotros lo quiera con hechos, lo conozca con orgullo, y lo defienda no solo del enemigo externo, sino de la indiferencia interna.

Que no sea este otro Día de la Bandera que se va sin pena ni gloria. Que sea, más bien, el punto de partida para izar algo más que un símbolo: izar la conciencia, el compromiso, el respeto. Que en vez de preguntarnos ¿qué nos pasó?, podamos algún día decir con alegría: ¡mira lo que logramos! Porque amar al Perú no debería ser un acto de nostalgia, sino de futuro…

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