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lunes, junio 30, 2025
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El Orgullo no se guarda en el clóset

No es una simple fecha lo que se recuerda cada año: es el estallido de un corazón que se cansó de latir a escondidas.

Es una cicatriz antigua que aprendió a brillar para no abrirse de nuevo, una herida bordada en colores para no morir de gris. Es júbilo con memoria, fiesta nacida del llanto, un desfile que fue primero marcha y antes de eso, resistencia. Es un grito pintado de arcoíris que aún retumba en esquinas donde ser uno mismo es peligroso.

Porque en un mundo que todavía castiga lo distinto, donde aún se mata por amar, ondear la bandera de la autenticidad, no es celebración, es un acto de revolución.

Recuerdo, como si mi corazón lo tuviera subrayado. Dos personas muy cercanas a mí, una de ellas de mi entorno familiar. Yo, una joven de 16 años, sola en una ciudad nueva, sin mapa ni brújula emocional, expuesta a un sinfín de peligros, pero, ahí estaban ellos, tan distintos entre sí, pero tan iguales en lo esencial: la autenticidad, el brillo interior, la risa que no pedía permiso para sonar y su tan hermoso sentido humano. Me enseñaron que el amor —el de verdad— no pregunta a quién amas, sino cómo amas. Me hablaron del alma como quien te entrega una flor recién regada, y me enseñaron que ser uno mismo no es un lujo, es una urgencia. Gracias a ellos me alejé del gris con el que la sociedad quería colorearme y aprendí a respetar a todos, pero, sobre todo, a colorear el mundo y amar sin prejuicios. Pero no todos tienen esa suerte…

En Perú, tierra de diversidad cultural y contradicciones, donde las plazas se llenan de fe los domingos, pero se vacían de empatía los lunes, ser LGBTQI+ sigue siendo peligroso. Y no hablo solo del insulto callejero, del “maricón” escupido con rabia por un desconocido, un primo o hasta un padre. Hablo del odio estructural, de la violencia que no sale en los noticieros, de los cuerpos que no regresan a casa.

¿Recuerdan a Rubi Ferrer? Mujer trans asesinada con 30 impactos de bala, como muchas otras, quedó atrapada entre titulares fugaces y una justicia ciega. ¿Y a Jhonatan? Aquel joven de 18 años en Huánuco, que decidió quitarse la vida después de ser expulsado de su casa por confesar que era gay. ¿A Maykol? Golpeado hasta la muerte en una fiesta por “bailar como chica”. Historias que no deberían ser reales, pero que se repiten con una frecuencia nauseabunda.

Cada año, la marcha del Orgullo recorre calles con banderas y alegría, pero también con nombres en la memoria. No es frivolidad, es supervivencia. Cada lentejuela brilla en honor a los que ya no están. Cada beso que se da sin miedo, es una victoria. Porque en una sociedad que sigue premiando la masculinidad tóxica, el machismo y la heterosexualidad obligatoria, mostrarse vulnerable, amoroso o simplemente diferente, es un acto de valentía.

Y, sin embargo, algunos preguntan: “¿Para qué tanto escándalo? ¿No tienen ya suficientes derechos?”. Como si la igualdad se midiera por leyes y no por vidas. Como si el acoso escolar no llevara a niños de 12 años a escribir cartas de despedida con crayolas. Como si el derecho a amar estuviera asegurado solo porque existe en papel. Porque una cosa es que te permitan vivir, y otra muy distinta que te dejen ser.

Lo que no entienden quienes se incomodan con los colores del arcoíris, es que el Orgullo no es una provocación, es una reparación. No es “exhibicionismo”, es visibilidad. No se trata de querer más derechos, sino de que esos derechos se respeten en cada calle, cada aula, cada hogar.

El Orgullo no es una fiesta importada, es una necesidad local. Y más aún en el Perú, donde todavía hay padres que prefieren un hijo muerto a un hijo gay, madres que oran para que “se le pase”, profesores que hacen chistes, psicólogos que “curan” y congresistas que legislan odio.

Cada 28 de junio, por tanto, no es solo para celebrar. Es para recordar a quienes no llegaron a ver la bandera ondear sin miedo. Es para abrazar a los que aún viven escondidos, deseando no sentir lo que sienten. Es para mirarnos al espejo y preguntarnos cuántas veces callamos un chiste homofóbico en una reunión familiar o de amigos. Y aquí cabe la pregunta ¿Cuántas veces aplaudimos el machismo disfrazado de tradición?

Yo celebro el Orgullo porque me enseñaron a amar sin pedir disculpas. Porque conocí la ternura en abrazos que no temían al juicio. Porque vi la fortaleza de quienes, con tacones o con voz suave, caminaban erguidos, aunque el mundo los quisiera de rodillas. Y porque sigo creyendo que un día, la sociedad dejará de dividir entre lo normal y lo raro, y empezará a sumar entre lo humano y lo verdadero.

El mundo no debería ser solo blanco o negro. El mundo debería ser fucsia, turquesa, amarillo, rosado o verde fosforescente. El mundo debería oler a libertad. Debería sonar a risas sin miedo, a canciones bailadas en cualquier cuerpo. El mundo debería tener todos los colores del arcoíris… y ninguno escondido bajo la alfombra.

Porque el orgullo, señores, no se guarda en el clóset.

Se vive, se grita, se baila.

Y, sobre todo, se respeta.

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