Dicen que en el Perú no hay para chalecos antibalas, pero sí para cuero italiano. Que no hay patrulleros suficientes, pero sí camionetas que huelen a nuevo, con el kilometraje virgen, listas para recorrer la peligrosa ruta de la casa al despacho. Y nosotros, ingenuos, creyendo que la inseguridad se combate con más policías, más equipamiento, más inteligencia operativa, cuando en realidad, la verdadera estrategia parece ser blindar al general con un volante forrado en cuero.
La noticia de que 17 millones de soles fueron invertidos en autos de lujo para la cúpula policial no indigna: insulta. La ley, tan elástica como un cinturón de cuero nuevo, siempre se ajusta a la cintura de quien la lleva. Aquí el problema no es la ausencia de normas, sino la ausencia de vergüenza. Mientras los generales viajan a “cumplir sus actividades” con suspensión de lujo y aire acondicionado, un suboficial se pregunta si podrá comprarse un chaleco antes de la próxima balacera.
El lujo es un derecho adquirido, pero la protección de la vida es un gasto opcional. Y no se equivoquen: no es que falte dinero, es que sobra ingenio para destinarlo donde más se nota. Esas camionetas relucientes, estacionadas frente a sedes policiales que aún tienen baños sin agua, son el monumento rodante a la priorización selectiva. Mientras tanto, la delincuencia no necesita blindaje: la cubre la indiferencia.
El comandante general Víctor Zanabria, con la frescura de quien jamás tendrá que patrullar un callejón oscuro, lanzó su ya célebre frase: “¿Para cumplir mis actividades, vengo en bicicleta?”. Un comentario tan sincero que, sin proponérselo, explicó todo: en el Perú, la incomodidad del alto mando es un problema de Estado; la inseguridad del ciudadano de a pie, un detalle anecdótico.
Y mientras los discursos se estacionan en la justificación, la realidad sigue circulando sin frenos. El suboficial José Gabriel Munive, que compró su propio chaleco antibalas para poder trabajar, murió en un enfrentamiento. No hubo un vehículo de lujo que lo salvara, solo su vocación y un país que le pide heroísmo, pero no le da herramientas.
El jefe del Estado Mayor, Óscar Arriola, defendió la compra de los Audi porque “son más baratos” y, claro, porque los generales sufren “amenazas”. Al parecer, la verdadera trinchera contra la delincuencia está entre el asiento de cuero y el tablero digital. Que un motor 2.0 turbo sea la última frontera de la seguridad ciudadana es una ironía que ni los guionistas más cínicos se atreverían a escribir.
Y la joya del argumento: cuando un general se da de baja, entrega el vehículo… pero si lo quiere, puede pedirlo y pagarlo. Negocio redondo: el Estado compra, cuida y, al final, hasta vende. Un contrato emocional financiado por todos nosotros.
El reportaje de Punto Final reveló algo más jugoso: que el dinero habría salido de fondos destinados a pensionistas policiales. Es decir, aquellos que sirvieron décadas y que, con suerte, reciben una pensión que apenas alcanza para la canasta básica, ellos fueron la alcancía silenciosa para que sus exjefes estrenen llantas de aleación.
Pero aquí lo más grave no es solo la compra. Es el mensaje. Porque cuando una institución que encarna la autoridad se da estos lujos, mientras su base trabaja con equipos obsoletos, la línea entre liderazgo y abuso se borra. Es como si en un cuartel de campaña el comandante exigiera un colchón ortopédico mientras sus soldados duermen en el suelo. No es solo injusto: es obsceno.
El doble discurso es un deporte olímpico en nuestro país. Se nos dice que no hay presupuesto para más patrulleros, para cámaras de seguridad, para chalecos, para municiones de entrenamiento. Pero sí hay para tapizar de cuero la vanidad. Y así, la delincuencia sigue creciendo, porque las balas no las detiene una parrilla cromada, sino un sistema que funcione.
Uno podría pensar que exagero. Pero dígame usted: ¿cómo no ser irónica en un país donde la palabra “servir” se traduce tantas veces como “servirse”? ¿Cómo no ser sarcástica cuando la lucha contra el crimen empieza por blindar al que menos expuesto está?
Quizá, algún día, la PNP decida invertir primero en chalecos, en patrulleros, en inteligencia, en tecnología. En hacer que la base tenga lo que necesita para enfrentar la inseguridad que todos sufrimos. Que los generales también tengan sus comodidades, sí, pero después de que el último policía tenga el equipo mínimo para salir a la calle. Quizá, algún día, entendamos que el prestigio no se mide por la marca del carro, sino por los resultados que se entregan.
Mientras tanto, seguiremos viendo cómo el país se desliza entre contradicciones. Cómo el lujo se confunde con la necesidad. Cómo el uniforme se respeta de arriba hacia abajo, pero no de abajo hacia arriba. Y cómo, al final, la corrupción no siempre se disfraza de maletín con billetes; a veces, luce impecable, con pintura metalizada y asientos de cuero.
Y ahí vamos, patrullando la moral pública desde un Audi, mientras la inseguridad sigue ganando terreno. Porque, ya sabe, en este país es más fácil pisar a fondo el acelerador del privilegio que ponerle freno a la inseguridad.