Ser tarapotino no es un dato en el DNI, es un poema en la piel. Es llevar tatuada la selva en la mirada, es sentir que los ríos nos hablan y que la montaña nos protege. Es crecer con orgullo en una tierra pródiga, fértil en historias, rica en luchas y exuberante en esperanzas.
Nací en Tarapoto. Crecí respirando el verde que arropa la ciudad, escuchando el murmullo del Cumbaza y viendo cómo los días se pintaban de un sol ardiente, que se escondía cada tarde detrás de las montañas.
La historia de Tarapoto se remonta a épocas en que los pueblos originarios, cumbazas, pinchis, sushiches, muniches, antables, poblaron estas tierras con su sabiduría ancestral. Fueron ellos quienes aprendieron a leer el lenguaje de los ríos, a descifrar los secretos de la selva y a convivir con la naturaleza como si fuera un miembro más de la familia.
Luego vino la pluma colonial, la del obispo Baltazar Jaime Martínez de Compagnon, que un 20 de agosto de 1782 formalizó lo que ya existía: un poblado vibrante que había encontrado en la palmera “taraputus”, abundante cerca de la laguna Suchiche, su identidad bautismal.
Desde entonces, Tarapoto no ha dejado de crecer. Primero fue un poblado que se aferraba al suelo fértil, luego el comercio tendía puentes entre sierra, costa y selva; hoy, una ciudad que se levanta orgullosa como el corazón económico y turístico de San Martín, un punto de encuentro donde lo ancestral se abraza con lo moderno, donde la selva late con la velocidad de los motores, pero que todavía conserva el susurro de los ríos.
Pero las ciudades, como los hombres, necesitan símbolos que las unan. Y Tarapoto encontró su voz en un himno. No se trata de una melodía más para las ceremonias oficiales: es un canto que brota del alma misma de esta tierra. El 6 de junio de 1989 se creó, y dos años después se oficializó en una ceremonia que ya es parte de nuestra historia.
La música, escrita por el maestro Ángel Alvarado Valdez, egresado del Conservatorio Nacional, supo captar en notas la fuerza de la Amazonía. La letra, concebida por la escritora y socióloga Celia Luz Flores Flores, se convirtió en el espejo de nuestra identidad. En esos versos palpita la memoria de nuestros ancestros y la esperanza de nuestras generaciones.
“Por tu ancestro se tejen historias, de leyendas y cuentos sin par…” dice el coro, como quien nos recuerda que lo nuestro no nació ayer, sino que viene de los abuelos guerreros que supieron luchar y triunfar.
“Tarapoto es la cuna de hombres, que lucharon por un ideal…”, proclama una estrofa, levantando el espíritu de resistencia que nos caracteriza. Y cuando la letra nos invita a unir las manos porque “la selva es el fuerte bastión”, no es solo metáfora: es mandato, es brújula, es compromiso.
Ese himno no se estrenó en cualquier esquina. Nació en Lima, con la Orquesta Sinfónica de la FAP dirigida por Leopoldo La Rosa, y luego resonó por primera vez en nuestra tierra en la voz de la soprano Elisa Ruiz. Desde entonces, cada vez que lo entonamos, no solo cantamos: juramos. Juramos amar esta tierra bendita por Dios, juramos resistir como lo hicieron nuestros ancestros, juramos no dejar que la codicia la devore.
Sin embargo, en medio de tanto orgullo, la amenaza ronda. Nuestros ecosistemas, lagunas, quebradas, montañas, ríos, se ven acechados por proyectos que, en nombre del “progreso”, buscan asegurar bolsillos más que vidas. Nos quieren vender la idea de un futuro brillante mientras nos arrebatan el presente verde; nos prometen desarrollo mientras nos silencian los cantos de las aves. Pero no nos engañan: la diferencia entre astucia e inteligencia siempre termina revelándose, y el pueblo no es ingenuo.
Y es aquí donde el presente nos reclama. Porque mientras entonamos versos de orgullo, proyectos ajenos a la vida rondan nuestras montañas y ríos. Quieren vendernos progreso con rostro de excavadora, quieren cambiar la sinfonía del agua por el ruido del cemento, quieren hipotecar el futuro a cambio de bolsillos llenos.
Tarapoto, tierra de historias y de cantos, no se rendirá ante quienes pretendan despojarla, porque su herencia verde no tiene precio ni dueño. Como proclama su himno, somos descendientes de guerreros fieros, custodios de nobles lecciones de honor; y ese legado, grabado en nuestra sangre y en la selva misma, jamás estará en venta.
Hoy nos toca a nosotros. Defender la selva es defendernos. Porque mientras existan tarapotinos orgullosos de su historia, de su himno y de su tierra, esta ciudad seguirá de pie, vigilante, luchando por la vida antes que por el dinero, por la dignidad antes que por la avaricia, por la selva antes que por el cemento.
Tarapoto es memoria y es porvenir. Es la unión de manos que nos invita el himno, es la fuerza de un bastión verde que no aceptará ser demolido. Y mientras nuestras gargantas canten, mientras nuestras manos se enlacen, mientras nuestros corazones vibren con orgullo, Tarapoto seguirá siendo “soberana, feliz del amor”.
“FELIZ 243 ANIVERSARIO TARAPOTO”