La caída de Dina Boluarte no sorprende. Era cuestión de tiempo para que una presidencia sostenida en el cálculo, la represión y los pactos oscuros termina derrumbándose bajo su propio peso. Lo que hemos presenciado no es una transición hacia la democracia, sino la reconfiguración de la misma estructura de poder que ha mantenido secuestrado al Estado en los últimos años.
Desde hace meses, hemos puesto nombre a este entramado: la coalición autoritaria. No se trata de una alianza de ideas, sino de una convergencia de intereses de corto plazo entre quienes ocupan el Poder Ejecutivo y el Congreso de la República. Actores con profundas divisiones internas, sin cohesión ni proyecto común, pero unidos por una urgencia compartida: mantenerse en el poder para librar batallas judiciales desde posiciones de ventaja y defender intereses mafiosos.
En esta coalición, el Congreso ha sido la voz cantante, el instrumento de chantaje y de blindaje mutuo. Es el reflejo de una clase política que perdió toda pretensión de representar al país, pero no ha renunciado a controlar sus instituciones. De allí nace el verdadero poder en el Perú: un poder sin legitimidad, pero con control.
Y ahora, ¿qué viene? ¿Hasta dónde el nuevo “mandatario” podrá conjurar esta crisis estructural que carcome los cimientos de la república?
La respuesta, tristemente, parece ser nada distinto. Quizá un nuevo gabinete, algunos gestos simbólicos, un intento de refrescar el discurso público. Pero el sistema sigue intacto, porque José Enrique Jerí Oré, quien asumió la presidencia el 10 de octubre de 2025, es producto directo del mismo engranaje que sostuvo a Boluarte.
Abogado y congresista, afiliado desde 2013 al partido derechista Somos Perú, Jerí ha tenido un paso discreto por la política. Sin brillo ni propuestas, su nombre cobró notoriedad solo por una denuncia por violación sexual a inicios de año, archivada hace dos meses. Hoy, convertido en jefe de Estado, despierta muy poca esperanza entre los ciudadanos y los sectores que reclaman una renovación auténtica.
Lo que vivimos no es una excepción, sino una constante. Desde Pedro Castillo hasta Boluarte, el Perú ha transitado por una secuencia de gobiernos efímeros, sin visión ni raíces sociales, sostenidos por pactos de conveniencia. El poder se ha vuelto un refugio de impunidad y supervivencia, no de servicio público.
Por eso, la caída de Boluarte no inaugura una nueva etapa: apenas mueve el tablero de los mismos jugadores. El desafío no está en el reemplazo, sino en romper el ciclo que convierte cada crisis en excusa para preservar el statu quo.
La coalición autoritaria no ha muerto; solo ha cambiado de rostro.
Mientras el país siga gobernado por el miedo, el cálculo y la corrupción, la democracia seguirá siendo un relato inconcluso, una promesa que no encuentra tierra firme donde echar raíces. Por Alberto Cabrera Marina