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LA MADRUGADA EN QUE LA INFANCIA SE DESANGRÓ

La madrugada no miente. A esas horas, la ciudad muestra su verdadera cara: una mezcla de abandono, indiferencia y cobardía social. Por eso, este fin de semana, Yurimaguas nos lanzó a la cara una verdad brutal: estamos dejando morir la infancia. No lentamente, no con sutilezas, sino a plena vista… a la 1:00 a.m., en una calle oscura, vendiendo golosinas como si eso fuera normal.

La imagen recorrió las redes: un niño de unos 10 años, solo, caminando como si la niñez fuera un lujo prohibido. Un niño con una bolsa de dulces en la mano y el miedo como único acompañante. Ahí estaba, desvelado y vulnerable, mientras el mundo dormía sin culpa.

Cuando una persona, una de las pocas que todavía no ha perdido su humanidad, se acercó a preguntarle por qué seguía en la calle, ocurrió lo inevitable: el niño colapsó. No fue un llanto discreto. Fue un derrumbe.

Un llanto que exprimía terror, agotamiento y desesperación. Un llanto que ningún niño debería conocer. Y en medio del temblor de su frágil cuerpo, dijo: “No… no quiero ir a mi casa porque mi mamá me va a pegar. Ella me dijo que tengo que llegar con 50 soles… y solo vendí 25.”

No lloraba por sueño. No lloraba por frío. Lloraba porque tenía miedo de ser golpeado por su propia madre. Lloraba porque le exigieron producir dinero a la fuerza. Lloraba porque su casa no era casa: era amenaza, era castigo.

Ese niño no llevaba una mochila escolar. Llevaba una carga impuesta por un adulto que decidió que su hijo es una herramienta de ingresos. Una decisión cruel. Un abuso sin disfraz.

Lo llevaron a la comisaría. La policía investiga explotación infantil. No hay otra palabra. No es solo maltrato. No es solo negligencia. Es explotación: obligar a un niño a trabajar bajo castigo físico. Punto.

Mientras él lloraba en una dependencia policial, la historia ya ardía en redes sociales. Entre comentarios indignados, apareció uno que marcaba un contraste doloroso: “Yo lo conozco al niño. Un día lo vimos en la plaza de Yurimaguas; estuvo jugando con mi hijo de 9 años, haciendo bailar el trompo y estaba tan feliz. Dijo que no estudiaba, que su mamá trabaja. Ya eran las 10 de la noche y él seguía vendiendo. ¿Cómo puedo hacer para verlo? Quiero ayudarlo.”

Ese niño, que juega, ríe y hace bailar un trompo con destreza, no puede mover su propio destino. Puede girar un trompo, pero no puede girar su suerte. Puede jugar unos minutos, pero luego vuelve a la realidad: vender, caminar, tener miedo.

Y aunque muchos quieran creer que estas historias son excepciones, no lo son. Están en cada plaza, en cada semáforo, en cada puerta de supermercado. Niños con la mirada apagada, viendo de reojo a otros niños que sí pueden ser niños. Esos que caminan seguros, tomados de la mano de sus padres, mientras los otros se aferran a una bolsa de caramelos como si fuera un escudo.

Siempre aparece el argumento fácil: “Yo también trabajé de niño. Ayudaba en la chacra, en el mercado…” No confundamos. Ayudar no es ser obligado. Colaborar no es ser explotado. Acompañar no es ser castigado si no se produce dinero.

Hay padres que llevan a sus hijos a trabajar porque no tienen con quién dejarlos. Eso es pobreza. Pero hay otros que se quedan en casa, viendo televisión, mientras su hijo camina en la madrugada vendiendo dulces con miedo a regresar sin cumplir la cuota.

Eso no es pobreza. Eso es violencia. Eso es abuso. Eso es explotación infantil ejercida desde el sillón de la sala.

No hay nada heroico en eso. No hay “fortaleza” que se forme a golpes. No hay “hombres de bien” que nazcan del miedo. Hay heridas. Solo heridas.

Este niño, llorando a la 1:00 a.m. porque teme a su madre, no es una historia viral. Es un grito que no deberíamos silenciar. Un grito que nos recuerda que la infancia en el Perú se está rompiendo, mientras nosotros nos acostumbramos a mirar hacia otro lado.

Lo que duele no es solo verlo caminar entre sombras. Lo que duele es saber que esa oscuridad es parte de su rutina. Lo que duele es que su mayor peligro no estaba en la calle: lo esperaba en su casa. Lo que duele es que nosotros, como sociedad, hemos aceptado esto como un paisaje más.

Que esta historia duela.

Que incomode.

Que nos obligue a reaccionar.

Porque si no hacemos nada, volveremos a ver otra madrugada en la que un niño deja de ser niño para convertirse en sobreviviente…Y no hay nada más cruel que eso.

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