Cada sol comprometido sin planificación es un sol menos para agua potable, hospitales, escuelas, carreteras y protección ambiental.
San Martín, enfrenta brechas históricas en salud, educación e infraestructura, decisiones políticas tomadas en Lima comprometen la estabilidad fiscal e hipotecan el futuro de las regiones.
La advertencia no es nueva, pero sí cada vez más grave. La demagogia y el populismo legislativo se han convertido en una amenaza directa a la estabilidad fiscal del Perú, y sus efectos —aunque se decidan en el Congreso— terminan golpeando con más fuerza a las regiones, incluida la Amazonía, donde los recursos públicos siempre llegan tarde y nunca alcanzan.

A julio de 2024, la Dirección de Estudios Macrofiscales del Consejo Fiscal ya había encendido las alarmas: entre el 2020 y el 2024, el Congreso aprobó 101 normas con un costo fiscal acumulado de 86 mil millones de soles, pese a que la Constitución le prohíbe tener iniciativa de gasto. Esa cifra equivale a más del 8 % del Producto Bruto Interno (PBI) del país.
Lejos de corregirse, la tendencia se aceleró. El 20 de octubre, un día antes de que el gabinete encabezado por Ernesto Álvarez Miranda acudiera al Parlamento para solicitar el voto de confianza, presentándose con su gabinete y exponiendo como ejes principales la lucha contra el crimen organizado y la búsqueda de estabilidad política, recibiendo el respaldo parlamentario con 79 votos; el Consejo Fiscal reveló un nuevo y preocupante balance: 229 leyes aprobadas por el Congreso con un impacto fiscal de 35 mil 830 millones de soles, además de otras 352 iniciativas legislativas en cartera, todas con efectos similares sobre los recursos públicos.
El problema no es solo el volumen de leyes, sino la forma en que se aprueban. El Consejo Fiscal fue claro al señalar que el Congreso “ha intensificado el uso del mecanismo de insistencia”, un procedimiento que permite aprobar una norma incluso cuando el Poder Ejecutivo la ha observado o vetado.

Según el organismo técnico, esta práctica “demuestra un rechazo sistemático de las observaciones técnicas y legales formuladas por las entidades especializadas del Estado” y debilita la institucionalidad fiscal, erosionando los controles diseñados para garantizar una gestión responsable del dinero público.
En términos simples: se aprueban leyes populares, sin sustento técnico ni financiamiento claro, solo para ganar aplausos políticos inmediatos, trasladando la factura a las futuras generaciones.
Pero la responsabilidad no recae únicamente en el Legislativo. El Poder Ejecutivo también ha fallado en su rol de contención. De acuerdo con el Consejo Fiscal, el Ejecutivo dejó de observar el 56 % de las 229 leyes con impacto fiscal adverso, permitiendo que se publiquen sin mayor objeción, aun cuando en muchos casos su impacto económico es enorme.

El exministro y economista Alonso Segura fue aún más directo: el Ejecutivo solo ha llevado tres de estas normas ante el Tribunal Constitucional, y la última acción de este tipo se realizó en 2023. En otras palabras, la defensa del equilibrio fiscal ha sido débil, tardía o inexistente.
Las consecuencias de esta combinación – un Congreso que legisla con lógica populista y un Ejecutivo que observa poco y actúa menos- no son imprecisas. Cada sol comprometido sin planificación es un sol menos para agua potable, hospitales, escuelas, carreteras y protección ambiental, necesidades urgentes en regiones como San Martín, Loreto, Amazonas o Ucayali.

Mientras en Lima se reparten beneficios sin sustento, la Amazonía sigue esperando inversión real, sostenida y responsable. La estabilidad fiscal no es un capricho tecnocrático: es la base para que el Estado pueda cumplir sus promesas.
Aplastar la demagogia no es un acto autoritario, sino un acto de responsabilidad histórica. Porque cuando el populismo gobierna las decisiones fiscales, el costo siempre lo pagan los mismos: las regiones olvidadas y las generaciones que vienen.



