La corrupción ya no solo se percibe en las altas esferas del poder. Se ha instalado en la vida diaria, debilitando la confianza ciudadana y profundizando el pesimismo sobre el futuro del país.
La corrupción en el Perú ha dejado de ser únicamente un problema estructural del Estado para convertirse, cada vez más, en una práctica normalizada en la vida cotidiana. Los datos recientes revelan una paradoja inquietante: mientras la percepción institucional de la corrupción ha aumentado, la responsabilidad autopercibida de los ciudadanos frente a este problema ha caído significativamente desde el 2022. En otras palabras, se reconoce que el sistema está corrupto, pero se asume cada vez menos el rol individual dentro de ese engranaje.



A mayor corrupción burocrática, mayor pobreza
La ineficiencia del Estado aparece como un factor clave en este proceso. Trámites lentos, servicios públicos colapsados y respuestas tardías funcionan como un catalizador de la corrupción a pequeña escala. La llamada “coima” se ha convertido en una experiencia reciente para el 31% de los ciudadanos, impulsada por una creencia ampliamente extendida: “si no pagas, las cosas no funcionan”. Este razonamiento, repetido y aceptado, termina legitimando prácticas ilegales y debilitando la ética pública.
Este escenario alimenta un clima de pesimismo y desconfianza institucional aguda. La percepción de que la corrupción ha aumentado alcanzó un pico histórico del 88%, una cifra que refleja no solo indignación, sino también cansancio social. A ello se suma que el 81% de la población cree que la situación del país empeorará o, en el mejor de los casos, seguirá igual, consolidando una sensación de estancamiento. La consecuencia más grave es el deterioro de la confianza en el Estado: la idea de la “desconfianza en el Estado” como un perjuicio para el país aumentó en 12 puntos porcentuales respecto al 2022.

Cuando se consulta a la ciudadanía sobre las instituciones más corruptas del país, la respuesta es contundente. El Congreso de la República encabeza la lista con un abrumador 85%, muy por encima del resto. Le siguen la Fiscalía de la Nación / Ministerio Público con 35%, el gobierno de Dina Boluarte con 33%, el Poder Judicial también con 33%, y la Policía Nacional con 27%. Más abajo aparecen las municipalidades en general (17%), los gobiernos regionales (13%) y los medios de comunicación (8%), reflejando que la desconfianza atraviesa casi todos los niveles del sistema democrático.



Este deterioro institucional se refleja también en la agenda de preocupaciones ciudadanas. Entre los principales problemas del país, la delincuencia y falta de seguridad lideran con 68%, seguidas muy de cerca por la corrupción y las coimas, que alcanzan un 67%. Más atrás se ubican la crisis política y falta de democracia o liderazgo (36%), el consumo de drogas (30%) y el desempleo o falta de trabajo (16%). Problemas estructurales como la contaminación ambiental (15%), el narcotráfico y crimen organizado (11%), la educación deficiente (9%) y la pobreza (8%) completan un panorama complejo y persistente.

El mensaje que dejan estas cifras es claro y preocupante: la corrupción no solo se percibe como generalizada, sino también como inevitable. Cuando la ciudadanía asume que el sistema no funciona sin pagos ilegales y, al mismo tiempo, pierde la capacidad de verse a sí misma como parte de la solución, el país entra en un círculo vicioso de impunidad, desconfianza y resignación.

Romper esa lógica exige no solo reformas institucionales profundas, sino también una reconstrucción urgente de la ética pública y de la confianza entre el Estado y la sociedad.
Entonces: No debemos dar tregua a la corrupción, hay responsabilidad del corrupto y del corruptor, es tarea de todos combatirla y denunciarla, pero también formar a las nuevas generaciones con sólidos valores éticos y morales. Solo así esta situación se revertirá y la ciudadanía como los inversionistas, tanto locales como extranjeros, podrán recuperar la confianza en el Estado peruano y sus instituciones públicas y privadas.



