Nunca tan malas ni tan buenas. Nunca tan arpías, tan ratas, tan hienas. Somos complejas. Más interesantes cuando tenemos pasado. Podemos serlo todo, he ahí nuestro poder y nuestro gran dilema. Destellamos deseo y el pecado nos bendice o condena. Un gemido o un verso de amor, en blanco puro o en rojo pasión. Somos diosas hasta cuando retenemos agua; hadas, aunque perdamos los papeles y brujas porque perdemos demasiado a menudo los papeles. Eso sí: toma todo el tiempo del mundo comprenderlos a ellos, los hombres. Por algo nos pasamos la vida preguntándonos, con el ceño fruncido y entre dientes, a veces a vos en cuello: “¿Qué diablos les pasa a los hombres?” (incluso existen libros que llevan por título esa femenina pregunta). No les pasa nada. Son ellos. Son así. Hombres. Distintos de nosotras…
No soy antropóloga, no soy socióloga, ni psicóloga, de vez en cuando feminista, como para no perder la costumbre, aunque después terminen con ganas de lanzarme una que otra piedra. De vez en cuando se me da la gana por ser lo contrario; debe ser la nostalgia de un tiempo que no he vivido. Estas no son verdades ni patrañas. Son solo aproximaciones tímidas a un misterio que nadie ha podido desentrañar: esto de ser mujer.
Ay, las mujeres. Ellos. El equilibrio. El tropiezo. La locura. Las benditas caídas, el tropiezo, el atrevimiento. Los huevos, ellas y sus huevos, ellos y sus huevos. Ellas, los ovarios, las neuronas y las prótesis, todo en el aire, todo en las manos, de mano en mano, atravesando fuegos, entre cuchillos que se lanzan, que parecen volar, que caen en picada como pájaros en bandadas, que atraviesan el aire, el corazón, el cuerpo. El juego de figuras continúa…
Hace poco reflexionaba sobre los patéticos personajes que nos convierten los guionistas de las novelas que pasan por la televisión. La oposición entre mala y buena, manipuladora e inocente, virgen y puta, es peligrosamente trasnmitida en casi todos esos culebrones que estupidizan el imaginario femenino de millones de hogares. La mujer puede ser tan, pero tan maldita que ríe cuando elabora su plan macabro: envenar al magnate que tiene por marido y que acaba de dejarla por la incauta empleada doméstica, quien siempre es virgen (como si serlo aún fuera una virtud) y nunca fuma, como sí la mala, que demás amanece maquilllada y coronada con un moño inspirado en torta de bodas. La empleada doméstica es bella y siempre termina siendo la hija bastarda de otro magnate. Entonces, pasa a ser dama y pituca, conoce de Shakespare y se viste de Carolina Herrera, pero sigue siendo virgen. La virgen esa que nos ha tocado a nosotras, las mortales, dejar de serlo muy pronto y sin mayores remordimientos. Así nos vemos en la televisión, mientras preparamos la comida, mientras comemos,cuando llegamos del trabajo, antes de hacer el amor, en la cama antes de dormir. Pero así somos, guiadas por estereotipos que nos convierten en reinas, esclavas, arpías, doncellas; simplemente malditas necesarias para ser feliz.
A la mujer se la ha mitificado y, a la vez, ninguneado a lo largo de la historia. Se la relegó al punto cruz, a las clases de piano, a los arreglos florales. Fueron apareciendo las feministas, muchas de ellas mostrando orgullosamente sus victorias, bellas y con los biceps bien desarrollados, en faldas y pantalones. Ellas lograron mucho, pudimos votar y botar, opinar, ir a la universidad, elegir qué diablos haríamos en nuestras vidas, tirarnos no a uno sino a mil piscinas. Meter la pata. Vivir ¡pues!. Ahora ya no tenemos que demostrar que somos ni siquiera iguales a los hombres. Somos distintas a ellos. Y ellos lo tienen bien claro. Riámosnos de nuestras propias y bien ganadas contradicciones.
¿Será solo un mito que las mujeres somos manipuladoras por naturaleza? Hemos usado esa destreza a lo largo de nuestra convulsa historia, al comienzo cuando el fuego y la piedra lo eran todo garantizábamos nuestra sobrevivencia en ese mundo de los hombres. Hoy simplemente para conseguir lo que deseamos (y merecemos): el mundo. Hoy podemos ser hembras alfa, mafaldas, juanas de arco, cenicientas y rubias al estilo París Hiltons con chihuahua en las faldas.
Hoy nos sentimos empoderadas: nuestra belleza es arma letal; nuestra capacidad expresiva, estrategia pura. Nuestras lágrimas, el desarme nuclear. Nuestro desbalance hormonal, un gran argumento legal. Nuestra multiorgasmía, la libertad ¡y qué libertad aquella!… Pero ellos siempre están para hacernos la vida a cuadritos, para llevarnos al cielo, al altar, al supermercado o a la tumba. Con ellos somos infelices. Sin ellos lo somos más. Con ellos somos felices y a veces los queremos matar… Por eso, a hacer malabares, podemos con todo y hacemos de todo… ¿Verdad o patraña?