Cada 8 de marzo el mundo se tiñe de morado. Se organizan marchas, se pintan pancartas, se dictan charlas y se regalan flores. Sin embargo, en medio del bullicio de este día, a mí me persiguen nombres, historias que no se desvanecen con los aplausos ni con las consignas. Nombres como Jimena, Eyvi, Damaris. No son solo nombres, son gritos atrapados en un eco que se niega a apagarse.
El Día Internacional de la Mujer, más que una fecha en el calendario, es una herida abierta. Es un recordatorio incómodo, una alarma que debería sacudirnos. Porque mientras algunos se preparan para festejar, yo no puedo evitar recordar a la pequeña Jimena, aquella niña de 11 años que salió de su casa para asistir a sus clases de verano en una comisaría. Pero nunca llegó. En el camino, un monstruo la interceptó, la arrancó de su inocencia y, en una bicicleta, la llevó directo a la oscuridad. Destruyó su vida y nos dejó a todos con el corazón hecho trizas.
Y luego está Eyvi Ágreda, de apenas 22 años. Iba en un bus, probablemente pensando en llegar a casa, en lo que cenaría, en lo cotidiano. Pero su acosador tenía otros planes. Subió al bus, la vio y, sin piedad, la prendió fuego. El fuego no solo consumió su cuerpo, sino que también encendió una llama de rabia y dolor en todo un país. Sin embargo, como suele pasar, esa llama se fue apagando. Pareciera que la memoria social también es inflamable.
Damaris, una niña de tan solo 3 años. ¿Qué mal puede haber en una criatura tan pequeña? ¿Qué mente enferma puede secuestrarla, violarla y someterla al horror durante días? Ocurrió en Chiclayo, pero podría haber sido en cualquier rincón de este mundo en el que ser mujer es sinónimo de riesgo. Salir a la calle, caminar sola, incluso estar en casa, a veces parece más una ruleta rusa que un derecho.
Las estadísticas se convierten en un murmullo lejano, pero cada número tiene rostro, tiene historia. Las «manadas» de sujetos no son lobos solitarios, son un síntoma de una sociedad que sigue criando a sus hijos varones con manuales caducos. Manuales donde la hombría se mide en fuerza, en dominación, en callar a las mujeres en vez de escucharlas.
Nos encontramos en un mundo en el que ser mujer es un desafío constante. Porque el peligro acecha en las esquinas, en el trabajo, en la familia. El machismo no es un fósil, sigue vivo, mutando, adaptándose, encontrando nuevas formas de manifestarse. Y lo peor es que, a veces, parece que sufrimos de amnesia colectiva. Se organiza una marcha, se hace un minuto de silencio, se cuelga un lazo morado en redes sociales, pero luego… el silencio. Todo vuelve a la «normalidad». Hasta la próxima víctima.
Este 8 de marzo y todos los días deberíamos detenernos a reflexionar. No basta con regalar una flor o compartir un post bonito. Se trata de cuestionarnos, de replantear cómo estamos criando a las nuevas generaciones. Enseñar a los niños que la verdadera fortaleza está en el respeto, en la equidad, en ver a las mujeres como iguales y no como presas o trofeos.
La sociedad no debe tener amnesia. Cada día es una oportunidad para seguir luchando por los derechos, para erradicar las brechas de género, para defender el respeto y la dignidad humana. No se trata de esperar al próximo 8 de marzo, sino de convertir cada jornada en una batalla silenciosa pero constante, en una construcción diaria de un mundo más justo y seguro para todas y todos.
Necesitamos más que marchas, necesitamos un cambio de raíz. No se trata de ser radicales, se trata de ser justos. Se trata de entender que cada Jimena, cada Eyvi, cada Damaris, son una razón poderosa para no callarnos, para no descansar. Porque cada mujer merece vivir sin miedo, merece ser libre, merece ser. Y eso, aunque suene utópico, debería ser lo más normal del mundo.