LA NOTICIA QUE REMOVIÒ AL MUNDO
No somos de publicar sábanas de información en este diario, pero este artículo de El País, lo merece…
Por primera vez en la historia del Nobel de Literatura, la gente no correrá a las librerías sino a las tiendas de discos. Cuando la secretaria de la Academia Sueca Sara Danius ha pronunciado el nombre, han retumbado todos los cimientos. Bob Dylan (1941, Duluth, Minnesota), premio Nobel de Literatura. La sorpresa en los mundos de las letras y la música solo puede ser comparable a la que seguro ha sido una legendaria, hipnótica, imbatible sonrisita pícara del galardonado al enterarse, perdido como siempre en su gira interminable alrededor del mundo, al margen del mito. Era el eterno aspirante, así como un recurrente chiste entre los más escépticos y, sobre todo, más ortodoxos.
¿Un músico, cuya única obra en prosa fue un fracaso, cosechando el mayor de los premios literarios? Imposible. Pero lo imposible –y vivir a contracorriente- es lo que mejor se le ha dado a este compositor que cambió como nadie el concepto de canción popular en el siglo XX, añadiendo una particular dimensión poética a la música cantada. Y tan importante como ese determinante hecho: su influencia, reconocida por los Beatles, los Rolling Stones, Bruce Springsteen y cualquier icono del rock y el pop que venga a la cabeza, no ha hecho más que crecer a medida que ha pasado el tiempo. Ahora, con este premio, y tras haber recibido antes el Pulitzer o el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, la onda expansiva da para otro siglo.
El bing bang comenzó a principios de los años sesenta, cuando un Dylan chaval abandonó su pueblo de Minnesota para trasladarse a Nueva York con el fin de dedicarse a la música y conocer en persona a su ídolo musical Woody Guthrie. Provisto de una gorra y una guitarra acústica, incluso inventándose parte de su biografía, recaló en Greenwich Village, el bohemio barrio de Manhattan poblado de cafés y clubes donde conoció ya la palabra afilada de los combatientes cantautores Pete Seeger, Ramblin’ Jack Elliott o Dave Van Ronk. Componía a partir del contacto con ellos pero también de la poesía de los surrealistas franceses, especialmente de Arthur Rimbaud, y devorando la prensa diaria, que le daba combustible para esas primeras canciones que cambiaron la cara del folk norteamericano y le dieron un carácter contestatario sin renunciar al aspecto poético. Composiciones como Blowin’ in the wind, Masters of War, The Times They Are a Changing, A Hard Rain’s a-Gonna Fall, Mr Tambourine Man o Chimes of Freedom llegaron al corazón de la generación de los sesenta, donde se fraguó la contracultura. “Venid senadores, congresistas, por favor oíd la llamada, / y no os quedéis en el umbral, no bloqueéis la entrada, / porque resultará herido el que se oponga, / fuera hay una batalla furibunda, / pronto golpeará vuestras ventanas y crujirán vuestros muros, / porque los tiempos están cambiando”, cantaba en 1964 con su voz nasal en The Times They Are a Changing, anticipándose al revuelo social y político de Norteamérica. Fueron en esos primeros sesenta, en su tránsito diario de trovador por Greenwich Village, cuando conoció a los poetas beat. Aquello determinó aún más su visión literaria, a la que impregnó de una fuerza contracultural más incisiva, repleta de instinto y mordiente. Se relacionaba con Jack Kerouac, Neal Cassady, William Burroughs, Herbert Huncke, John Clellon Holmes o Allen Ginsberg, pero aún más importante: había vasos comunicantes. Dylan se fijaba en ellos, pero ellos veían en él al portavoz generacional, sorprendiéndose de su capacidad de captar la agitación, la desorientación, los desamparos y los ideales de aquellos convulsos sesenta. Con sus más de seis minutos de canción, rompiendo en 1965 el molde de single y reventando el concepto de radio comercial, Like a Rolling Stone conquistó el territorio de la ruptura generacional de los sesenta, más que cualquier novela, obra de teatro o película. Como dijo el poeta estadounidense David Henderson, no se trataba de una canción, sino de “una epopeya”.
Acababa de empezar la epopeya de Dylan, que abandonó el folk por el pop, maravillado por el ímpetu desenfadado y juvenil de los Beatles, los Rolling Stones y toda la tropa británica que desembarcó con un éxito monumental en EE UU. Con su sonido circense, de folk-blues-rock acelerado, sin olvidar esas baladas al piano, los álbumes Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde elevaron a la música popular a lo más alto del universo cultural. Allí donde antes había un chaval folkie lanzando dardos surgía un merodeador que documentaba las emociones de la extraña realidad.
Según ha declarado con exageración el poeta chileno Nicanor Parra, solo por tres versos de la canción Tombstone Blues, incluida en Highway 61 Revisited, se merece el Nobel. Son los versos: “Mamá está en la fábrica / no tiene zapatos / papá está en el callejón / está buscando un fusible / yo estoy en las calles /con el blues de Tombstone”. “Es realismo real, con la fábrica, el callejón y la cocina, donde está el niño solo con los blues”, ha dicho Parra. A decir verdad, son muchos más los versos, que abren imágenes como ventanas a otros mundos posibles y que se recogen en esos dos discos esenciales para el desarrollo intelectual del rock. Esas obras, publicadas entre 1965 y 1966, sirvieron de guía fundamental para los Beatles, los Beach Boys y toda esa irrepetible generación del pop y el rock que protagonizó el siglo XX con sus canciones. Y, sin embargo, fue en esos años cuando, aupado por su propio entusiasmo compositivo y su fama, publicó su única novela Tarántula, una pifia de literatura experimental muy por debajo de toda su obra musical. Está claro que el comité del Nobel no ha tenido en cuenta el aspecto narrativo de Dylan a partir de su único libro, en el que intentó emular en prosa poética a Kerouac, Burroughs o Ginsberg.
El propio Allen Ginsberg fue el que más defendió su obra como un legado literario influyente, que a día de hoy se estudia en algunas universidades y tiene varios ensayos de análisis. De hecho, las primeras noticias acerca de la candidatura de Dylan al Nobel empezaron a llegar en 1996 cuando se organizó en Estocolmo un comité de campaña, apoyado por Ginsberg y Gordon Ball, profesor de la Universidad de Virginia. Ginsberg afirmaba: “Dylan es uno de los más grandes bardos y juglares norteamericanos del siglo XX y sus palabras han influido en varias generaciones de hombres y mujeres de todo el mundo”. Y Ball, por su lado, escribió: “Dylan ha devuelto la poesía de nuestra época a su transmisión primordial a través del cuerpo, revivió la tradición de los trovadores”. Un buen ejemplo de todo esto es un disco como Blood on Tracks. Para explicarse todas las grietas sentimentales del amor, uno puede leer los relatos De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver, pero también puede coger este álbum de diez composiciones y bucear en sus letras para dar con huellas emocionales que explican los sinsabores del alma humana.
En las últimas dos décadas, Dylan, como siempre pero más que nunca, ha huido de su propio mito, como bien demostró en sus memorias Crónicas, un fabuloso libro lleno de trampas que no tiene nada de autobiografía al uso y sí mucho de literatura, en ese repaso desordenado y fascinante a algunos recuerdos de su vida. En este tiempo, no quiere saber nada de su influencia imponente en la música popular contemporánea o en las letras norteamericanas. No quiere detenerse ni un segundo en preguntarse si es tan valioso para la cultura y el arte como Picasso o John Ford, tal y como no se cansan de decirle. En estas dos últimas décadas, también muchos detractores le han situado en el ocaso de su carrera, lejos de esos años dorados de bardo divino. Pero, en todo este tiempo, realmente, el veterano compositor ha dado frutos conmovedores en discos como Time Out of Mind, Modern Times, Love and Theft o Tempest.
A partir de una melancolía sonora que bucea en las raíces del folk, el gospel o el country, ha creado un universo repleto de símbolos del pasado y evocaciones. La historia norteamericana llegando hasta nuestros días se despliega a través de postales ocres, repletas de personajes anónimos que podrían poblar las novelas de Philip Roth, Richard Ford o Cormac McCarthy en ese retrato espiritual del envés del sueño americano y del imparable paso del tiempo. “Ningún hombre, ninguna mujer sabe / la hora en que llegará el sufrimiento / En la oscuridad escucho la llamada de las aves nocturnas… El sueño es como una muerte temprana”, canta Dylan con voz arrastrada en Workingman’s Blues #2. “Reúnete conmigo al final, no te retrases / Tráeme mis botas y zapatos / Puedes rendirte o luchar lo mejor que puedas en primera línea / Canta un poquito este blues del trabajador”, dice el estribillo.
Esquivo e imprevisible, Dylan hace historia al ser el primer músico que consigue el premio Nobel de Literatura. Ya en 1965, cuando la prensa norteamericana le calificaba del gran poeta de su tiempo, el músico decía: “No me llamo poeta porque no me gusta la palabra. Soy un artista del trapecio”. Durante más de medio siglo, su paso por el trapecio ha sido un irrepetible ejemplo para otros muchos más artistas y personas de todo el mundo que reconocen una deuda con sus letras, con su visión del mundo.