El mito del dorado, la ciudad perdida hecha de oro, surgió en la época de la conquista española. Una leyenda que creció y creció y se fue convirtiendo en un mito hasta perderse en una bruma legendaria de sacrificio, esfuerzo y locura. Se convirtió en una obsesión. La buscaban por doquier en el nuevo continente. Se hablaba de una región, de una ciudad, de un río donde había pepitas de oro en bruto, con topacios en la playa, pero solo era el oro lo que más les interesaba; un río donde el oro se pescaba con redes. Aquel descubrimiento del Dorado hasta ahora parece un encantamiento.
Regiones auríferas y diamantíferas ingentes tesoros en los templos del sol… Se organizaron costosas e intrépidas expediciones desafiando los peores peligros. Todo lo que fuera lejano, inaccesible, envuelto entre velos de sueños y misterios.
La quimera del oro salta del Orinoco a Magdalena y del Amazonas al Río de la Plata.
El corsario Walter Raleigh afirmaba que se encontraba en un lugar oculto de las Guayanas. Otros decían que en el nuevo reino y provincia del Perú. Orellana lo buscó en la selva y fue a dar en el río Amazonas. Otros decían que era “una laguna tan grande qué mirando desde allí, se pierde de vista la tierra, y que en ella hay unas islas en las que hay muchas minas de oro y que de esta laguna sale el río de la Plata”.
Sin embargo, otros afirmaban que “el Dorado” no era una ciudad sino una persona, un gobernante, un líder. La forma en que la historia se transforma en un mito de una legendaria ciudad de oro revela cómo el metal precioso era una codiciada fuente de riqueza material para los conquistadores.
Una expedición al mando de Gonzalo Jiménez de Quesada hacia el Perú, tomó cierta ruta yendo a dar en la tierra de los Muiscas en el centro de Colombia. Los trabajos de oro que allí encontraron los deslumbró. No se parecía en nada a lo que hubieran visto antes. Estas ofrendas – sagradas para los indígenas – eran maravillosas
orfebrerías hechas de una aleación de oro, plata y cobre que ellos llamaban tumbaga; objetos muy apreciados más que en lo material, por su valor espiritual, usados en sus ceremonias religiosas.
En 1538, una extraña conjunción de tres expediciones, se encontraron en un triángulo de seis lenguas a juntarse procedente de tres gobernaciones: Perú, Venezuela y Santa Martha. La fama del Dorado voló por todos los confines de América del Sur, engrandecida por la codicia de esa raza de hombres que traían la biblia en una mano y en la otra la espada.
En 1776, Alexander Von Humboldt antes de regresar a Europa quiso acabar de una vez por todas con el mito afirmando que el Dorado nunca existió.
Sin embargo, los aventureros persisten en su desesperada búsqueda como en una cacería.
Como en toda leyenda, ¿cuáles son los visos de la verdad?
A cinco kilómetros al norte de Bogotá había una aldea junto a la laguna de Guatabita. El cacique descubrió la traición d su esposa y la sometió a un infame suplicio que ella no pudo soportar y se lanzó a la laguna, junto con su pequeña en brazos, ahogándose y dejando al cacique angustiado y lleno de remordimientos. Y así se dio el inicio al rito de expiación. El cacique cubría su cuerpo con una sustancia pegajosa y sobre ella echaba una gran cantidad de oro en polvo y en una balsa se internaba hasta el medio de la laguna donde hacía sacrificios y ofrendas de oro y esmeraldas – igual hacían sus vasallos -, luego se bañaban en las aguas, quedando allí todas las ofrendas.
El rito había dejado de celebrarse cuando llegó a los oídos de Sebastián de Benalcázar de manera deformada. Inmediatamente él ordenó: “Vamos a buscar a ese indio dorado”. (¿Se trataba de un ídolo de oro de tamaño humano natural?)… La leyenda había comenzado.