Y como cada cuatro años, las luces se encienden, el telón se levanta y nuestros aún congresistas, esos mismos que juraron “trabajar por el pueblo”, se transforman, de la noche a la mañana, en actores de reparto del gran espectáculo nacional: la campaña electoral.
De repente, aparecen sonrientes, como si hubieran descubierto la felicidad en un curso exprés de tres días. Abrazan niñas que, casualmente, llevan su nombre; las llaman “ahijadas” con ternura impostada, como si no fuera tan bajo utilizar niños para fines políticos. Algunos hasta se animan a dar de comer a los peces, sí, esos mismos peces que, como nosotros, solo existen para ellos cada cuatro años.
Y en medio del acto, surge la figura estelar: la congresista “terreineitor”, flanqueada por uno de los personajes más repudiados del país, el autodenominado defensor de la moral y el buen gusto, Phillip Butters, con su homofobia a cuestas y su eterna cruzada contra el respeto, desafiando la lógica, la decencia y el buen gusto, posando frente a cámaras con la misma soberbia con que otros firman autógrafos.
Pero no es la única. También está el congresista desconocido, que durante años pasó inadvertido, más silencioso que pez en el acuario legislativo, y que ahora, de pronto, brilla con luz prestada gracias a la señora K, quien reaparece con su escuelita naranja queriendo caer bien al pueblo. No entiende que, vaya donde vaya, su propio legado la sepulta. Su sonrisa calculada no alcanza para disimular esas nauseabundas ganas de poder que ya no asombran a nadie, pero sí siguen revolviendo estómagos.
Y claro, no podía faltar el gordito de Renovación Popular, ese que cada vez que abre la boca es para embarrarla. Se le ve arrogante y engreído, rodeado de seguidores que lo aplauden sin saber muy bien por qué, mientras se reúne con el aún gobernador regional, un personaje tan carente de palabras como de acciones, una especie de eco político que repite lugares comunes y no deja huella ni con zapatos nuevos.
Y por supuesto, el toque musical de la jornada: la congresista, la que piensa que todo sigue “divisionando”, la misma que en cada presentación pública regala una que otra payasada, fiel al estilo de los políticos que confunden el carisma con la improvisación y el show con el trabajo. Parece creer que el humor es una forma de gestión pública, y que hacer el ridículo es sinónimo de empatía.
Porque en campaña, mis queridos lectores, todo es posible. De pronto les apasiona el fútbol; se ponen camisetas, juran ser la mejor cábala, patean un balón con torpeza y sonrisa ensayada. Y si no hay balón, hay hormigas: sí, hormiguitas que degustan en el Congreso como si fueran símbolo del emprendimiento amazónico. La escena es digna de un reality: congresistas comiendo insectos mientras el país se los come a ellos.
Las redes sociales se llenan de sus hazañas diarias: una foto aquí, un video allá, un discurso “espontáneo”. Parecen influencers de la empatía que descubren la solidaridad justo cuando hay cámaras y urnas cerca. Un milagro político: redescubren la humanidad en temporada electoral.
Pero no nos engañemos. Los mismos que hoy reparten abrazos, ayer votaron leyes que olvidaron al pueblo. Los mismos que hoy se declaran “defensores de la región”, olvidaron que San Martín existe entre elección y elección. Y ahora, con la cara lavada y sonrisa postiza, prometen que “esta vez sí cambiarán todo”. ¿Todo? ¿Hasta ellos mismos? Difícil.
Y mientras el circo avanza, el público paga la entrada. Porque sí, aunque parezca broma (y de mal gusto), nuestros congresistas pueden hacer campaña con nuestro dinero. El Pleno del Congreso, en un acto de “generosidad democrática”, aprobó el Proyecto de Resolución Legislativa N.º 11306, que incorpora el artículo 25-A al Reglamento del Congreso. ¿El resultado? Una joya jurídica: ahora pueden realizar actividades políticas y proselitistas durante la llamada semana de representación.
En teoría, esa semana era para rendir cuentas al pueblo, fiscalizar, escuchar, atender. En la práctica, la norma les da carta libre para hacer campaña sin pagar un sol de su bolsillo. Y por si fuera poco, siguen cobrando viáticos, recursos y beneficios por representar a quienes, paradójicamente, utilizan como escenografía de sus discursos, es decir, el proselitismo está subvencionado por los contribuyentes.
Y aquí vale recordar algo crucial: este ha sido, sin duda, el Congreso más desacreditado de la historia, el más impopular, el más vergonzosamente recordado por su mediocridad, sus escándalos y su desconexión total con la realidad del país. Y son esos mismos quienes ahora sueñan con seguir en el poder, aferrándose al escaño como si fuera un salvavidas en mar político revuelto. Quieren continuar, dicen, “por amor al pueblo”. Pero el pueblo, que ya no come cuento, bien podría responderles: “gracias, pero no más de lo mismo”.
San Martín vuelve a ser el escenario perfecto para los selfies con niños, las caminatas por el mercado, los abrazos sudorosos y los discursos sobre “unidad”. Pero entre tanto show, vale recordar algo: la risa que hoy nos provoca este circo puede convertirse mañana en llanto cívico.
Así que antes de votar, piense bien. No vaya a ser que en cuatro años esté viendo la misma serie, con los mismos actores, los mismos parlamentos… y los mismos peces alimentados por promesas.



