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sábado, febrero 8, 2025
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El Deseo de decirlo todo

La libertad de expresión es, quizás, el amante más rebelde que pueda existir. Es ese susurro prohibido al oído, esa caricia que recorre la piel del pensamiento colectivo y lo desnuda frente al espejo de las ideas. Vivimos en una sociedad libre pero que tiene un romance complicado, siempre hay reglas tácitas: puedes insinuar, pero no mostrar; puedes sugerir, pero no gritar.

La palabra, esa herramienta sensual y poderosa, se convierte en el pincel con el que dibujamos nuestras fantasías intelectuales. Es un striptease de la mente, en el que cada frase desprende un velo de tabú, dejando al desnudo nuestras verdades más íntimas. Pero, ¿qué pasa cuando la moral colectiva decide cerrar las cortinas del escenario?

En muchas partes del mundo la censura sigue siendo un guardián severo, un amante celoso que no permite coqueteos con lo prohibido. Nos exige prudencia, moderación, y, a veces, un silencio que sabe a castigo. Pero la libertad de expresión, con toda su carga erótica, siempre encuentra un resquicio, como ese beso robado en medio de una multitud.

La libertad de expresión, ese preciado tesoro que nos permite decir lo que pensamos, se ha convertido en una moneda de doble cara. Por un lado, es la llave que abre las puertas del debate, de la innovación y del progreso. Por otro, puede ser un arma de doble filo, capaz de herir, ofender y dividir.

La libertad de expresión es como un jardín, necesita ser cuidado y cultivado, pero también necesita espacio para crecer de forma salvaje. Si podamos demasiado, el jardín se volverá monótono y aburrido. Si dejamos que crezca sin control, puede convertirse en una selva impenetrable.

La historia está llena de ejemplos de cómo el poder ha intentado amordazar la libertad de expresión. Desde los inquisidores que quemaban libros, hasta las redes sociales que censuran contenidos considerados «ofensivos». Pero, ¿qué es lo que consideramos ofensivo?

Sin lugar a dudas, tenemos el derecho a decir lo que pensamos, pero también tenemos la responsabilidad de hacerlo de manera respetuosa. No podemos utilizar nuestras palabras para destruir a los demás.

La difamación es como un virus que se propaga rápidamente en el mundo digital. Una vez que una mentira se ha viralizado, es muy difícil eliminarla y las consecuencias pueden ser devastadoras para la persona afectada. Perder el trabajo, ser rechazado socialmente, sufrir daños psicológicos, son solo algunas de las posibles consecuencias de ser víctima de una campaña de difamación.

Cada vez que alguien intenta callar una idea, comete un acto contra la naturaleza humana, es como cubrir con un manto una estatua de mármol exquisitamente esculpida: el arte sigue ahí, pero pierde su magia al ser ocultado. La libertad de expresión debe ser absoluta, como el deseo que no pide permiso, como un beso que no pregunta y solo se da, pero muchos hacen abuso de esta libertad y cometen los más repugnantes actos, como si se tratará de una violación, por eso la interrogante ¿hasta dónde podemos llegar con nuestras palabras?

La libertad de expresión no es un cheque en blanco.  Es como caminar por una cuerda floja, donde un paso en falso puede tener consecuencias graves. Pero, ¿Quién dijo que vivir fuera fácil?

Entonces, ¿Cómo protegemos este derecho tan apasionante y esencial? Tal vez el secreto esté en amarlo con la misma intensidad con la que amamos lo que nos hace vibrar. Defenderlo con la pasión del primer amor y la madurez del último. Y, sobre todo, recordar que expresarnos con respeto es un acto de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás.

Debemos proteger la libertad de expresión y sobre todo utilizarla con prudencia. Al igual que un conductor debe respetar las señales de tráfico, nosotros debemos respetar las reglas de la convivencia en este mundo digital que viraliza sin piedad.

Al final, la libertad de expresión es el mayor de los fetiches: inalcanzable para algunos, imprescindible para otros, pero siempre deseada. Así que, despojémonos del miedo y entreguémonos a ella con el alma desnuda y las palabras encendidas…

Que ese deseo de decirlo todo, no te convierta en preso de tus. propias palabras.

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