Hoy es el primer lunes del 2025 y aunque el calendario se renovó, hay heridas que siguen abiertas. A la distancia se escucha un grito que resuena en una sociedad indolente. Un grito que se pierde entre la multitud y que nos recuerda con dolor que él, ella, tú o quizás yo, no estamos bien. Agonizamos y a nadie le importa.
Mientras que mi taza de café se va enfriando, recuerdo que es tiempo de hablar sin tapujos de lo que muchos consideramos temas estrictamente personales. El suicidio es solo la punta del iceberg. Detrás de cada tragedia hay síntomas de ansiedad, depresión, trastornos de la conducta alimentaria, y un largo etcétera que muchas veces se minimizan o se desconocen. Si no entendemos que la salud mental es tan vital como la salud física, seguiremos perdiendo a personas que, si hubieran recibido el apoyo adecuado, tal vez seguirían con vida.
Nos encontramos en un punto de inflexión, donde la velocidad del mundo digital, las presiones sociales y las expectativas externas han dejado de ser factores secundarios en nuestra vida cotidiana. En cambio, han formado una red compleja de presiones invisibles que afectan a millones. Vivimos en una era hiperconectada, pero paradójicamente, también estamos más aislados que nunca.
En lo que va del año, los suicidios que se han registrado no son casos aislados ni estadísticamente irrelevantes. Son personas, son historias truncas, son mentes y corazones que no encontraron un refugio, ni en sus seres más cercanos ni en las instituciones que supuestamente deberían cuidarnos. Y es que, aunque el suicidio se lleva a cabo de manera individual, el dolor que lo antecede es colectivo. Cada vida perdida refleja las grietas en nuestro sistema de salud mental, en la invisibilización y en la falta de empatía.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), cada año se suicidan más de 800.000 personas en todo el mundo. Esto significa que, cada 40 segundos, alguien se quita la vida. Estas cifras son alarmantes y nos deben hacer reflexionar sobre la gravedad de este problema.
Las estadísticas son frías, pero las vidas que se pierden son reales. Recuerdo todavía con dolor, el caso de un niño que se suicidó porque no pudo participar en su ceremonia de promoción de primaria, un caso que nos estremeció y que nos llevó a preguntarnos ¿Qué se pudo haber hecho para prevenir esa muerte?
Hace apenas unos días, un docente se suicidó colgándose de un árbol en un hotel mientras su hijo y esposa dormían en lo que serían unos días de esparcimiento por fiestas de fin de año. Y volvimos a preguntarnos ¿Cúales fueron los signos de advertencia? ¿Nadie se dio cuenta de su nivel de depresión?
Estos casos nos recuerdan que el suicidio no es solo un problema individual, sino también un problema social. La presión para conformarse a las expectativas de la sociedad, la falta de apoyo emocional y la estigmatización de la enfermedad mental pueden contribuir a la sensación de desesperanza y aislamiento que puede llevar a alguien a considerar el suicidio.
Uno de los mayores obstáculos que enfrentamos a la hora de hablar de salud mental es el estigma. Aún existe la creencia de que hablar de nuestros problemas emocionales es un signo de debilidad, o peor aún, de locura. Esta mentalidad, profundamente arraigada en nuestra cultura, hace que muchos se sientan incapaces de pedir ayuda, temerosos de ser juzgados o rechazados. Este silencio, que se va acumulando día tras día, puede ser un detonante para tomar una decisión fatal.
¿Es hora de actuar? El suicidio, aunque nunca puede ser completamente prevenido, puede ser mitigado con la intervención adecuada a tiempo. Pero eso solo será posible si nos atrevemos a dar el primer paso: reconocer la gravedad de la crisis de salud mental en la que estamos inmersos. Si queremos un 2025 con menos tragedias, debemos empezar por hablar, por escuchar y, lo más importante, por brindar ayuda efectiva. La falta de acceso a tratamientos adecuados, la falta de formación en los profesionales de salud mental y la escasez de recursos son problemas que deben ser abordados con urgencia.
Es hora de ver el suicidio por lo que realmente es: un síntoma de un mal mayor, una llamada de auxilio que no podemos seguir ignorando. En honor a quienes ya no están, y por quienes todavía luchan en silencio, debemos hacer un esfuerzo colectivo por sanar, por cuidar y por educar.
El primer paso, como siempre, es el más difícil. Pero el momento es ahora. No dejemos que el próximo nombre en la lista sea el de alguien que amamos.