Por una patria que aún espera a su hija
Seis días lleva el Perú conteniendo el aliento, con el corazón suspendido en la línea del horizonte, ese límite borroso donde el cielo se funde con el mar y los sueños con la incertidumbre. Seis días desde que Ashley Vargas Mendoza, alférez de la Fuerza Aérea del Perú, partió en lo que debía ser su última misión como alumna piloto. Un vuelo táctico. Una rutina. Un paso más hacia el firmamento de sus logros. Pero el cielo, a veces, también es abismo.
En la Reserva de Paracas, entre aves guaneras y olas de sal, la isla Zárate guarda un silencio espeso. Allí, la aeronave KT-1P perdió contacto, y con ella se desdibujó la figura de una mujer que llevaba en la espalda el peso de una historia escrita con honor. La Espada de Honor, la excelencia, la valentía. Ashley no era solo una piloto. Era una promesa. Era el futuro enfundado en alas.
Nos hemos habituado a pensar que los héroes son de bronce, que sus gestas ocurren lejos, con música épica de fondo. Pero Ashley rompía esa idea. Porque su lucha era real, constante, callada. Una mujer de 24 años, abriendo cielo en una institución que por décadas fue territorio de hombres. La tercera mujer en alcanzar el grado de brigadier general en la historia de la FAP. La primera de su promoción. La que nunca se rindió. Y hoy, no aparece.
Desde tierra, desde los hogares donde una hermana reza, donde un padre espera con los ojos enrojecidos, donde un país entero teclea su nombre en los buscadores de internet, Ashley no está sola. La buscan radares, helicópteros, rescatistas, drones, satélites. La busca el mar, como si la propia naturaleza supiera que no se le puede arrebatar así nomás a una hija tan brillante.
Pero entre la esperanza y la angustia, también se ha colado la mezquindad humana. Una llamada. Un “¡la encontramos!” falso, cruel, despiadado. Un grupo de estafadores, como buitres de lo peor del alma, se atrevieron a jugar con el dolor de una familia, a ponerle precio a la esperanza. Burlaron la fe. ¿Qué clase de alma hay que tener para lucrar con la desesperación?
Esas voces falsas contrastan con la única voz que el país quiere volver a oír: la de Ashley. Esa joven que, dicen, hablaba con dulzura, pero con la firmeza de quien sabe que el cielo se conquista sin miedo. Hoy su voz es eco en todos nosotros. La llevamos en el pecho como un mantra, como un himno que se niega a apagarse.
Dicen que el mar lo devuelve todo. Que nada se pierde del todo en él. Que guarda, que protege, que a veces es cruel, pero que también sabe ser madre. Queremos creer que el mar sabrá devolvernos a Ashley. Viva. Íntegra. Fuerte. Como siempre.
Pero incluso si el silencio persiste, incluso si la respuesta tarda, la historia de Ashley ya ha trascendido. No es solo una historia de desaparición. Es una historia de vuelo. De lucha. De cómo una joven desafió las estadísticas y las inercias para alzar vuelo por ella y por todas las niñas que aún juegan con aviones de papel sin saber que, un día, podrían pilotarlos de verdad.
Ashley es ahora símbolo. No de tragedia. De coraje. De amor por la patria. De esas mujeres que no solo rompen techos de cristal, sino que atraviesan nubes, tormentas y prejuicios. Su historia se enseña sin quererlo: en cada madre que mira a su hija con renovado orgullo, en cada cadete que jura su bandera con un nudo en la garganta, en cada peruano que ahora sabe que ser soldado no es solo portar un uniforme, sino abrazar un país entero desde el cielo.
Este artículo no tiene final. Porque la historia de Ashley aún se escribe. Porque su nombre aún es llamado, aún es esperado, aún es amado.
Y porque el Perú, desde hace seis días, no deja de mirar al cielo. Con los ojos húmedos y el corazón en vuelo.