Por Richard Gallango
Era el verano de 1985. Cumpleaños de la tía Irene Meza de Toledo, hermana menor de mi abuela política Felicita Meza. Como siempre, los tíos abuelos, tíos y primos Achong Meza y Colca Meza asistirían. La fiesta era en el jirón Ayabaca, segunda cuadra, zona picante a pocas cuadras del jirón Trujillo, en el Rímac. Y así como la zona, en estas fiestas no podían faltar tres elementos sagrados: la comida, criolla y maravillosa, de las mejores que he comido, la música salsa y la cerveza.
A las diez de la noche, mis tíos políticos, los más jóvenes, Mario Toledo, el hijo de la cumpleañera, los hermanos Willy y Walter Meza y José Achong, todos entre 22 y 18 años, me llevaron a una habitación. “Siéntate”, me dijeron.
—¡Tienes que convencerla! —exigió José a Mario.
—¡Ya le dije, tamare!
—¿Y? —preguntó Willy.
—¡Olvídalo! Me respondió.
Yo miraba a todos.
—¿Tenemos que hacer algo? —insistió José.
—Hay que esperar a las doce —propuso Walter, el más tranquilo de todos.
—¿Para qué? —preguntó José.
—¡Para que esté ebria, pues!
—¡Este sí es un pendejo! —señaló Mario.
Todos reímos.
Las doce de la noche llegaron. Todos los hombres bailaron el Danubio Azul con la cumpleañera. Un nuevo lote de cerveza llegó. ¡Eso! El arroz con pato ya se había repartido a los más jóvenes. El Carbonerito de El Gran Combo de Puerto Rico sonaba por los parlantes de madera del equipo de sonido “National”.
La fiesta empezaba nuevamente.
Doce y veinte minutos. Mario nos hace una señal. Salimos rápidamente en fila india, casi en puntillas. Apenas cruzamos el umbral de la puerta de madera del callejón, levantó el trofeo: una llave. Se acercó a un “Volkswagen” rojo, le tocó el techo como si fuese el dueño del mundo. ¡Es nuestro! ¡Vámonos de una vez! —dijo, con su cara de chino pendejo.
Uno a uno, fueron ingresando: Walter y José se ubicaron atrás, Mario, al timón, y Willy quedó parado, esperando que yo ingrese.
—¡Qué esperas para entrar! —gritó José.
—Es que… no he dicho na.
—¡Puta madre, entra! Nadie ha dicho nada. ¡Y tú tampoco dirás nada!
—Pe-
—¡Apura, oe! —volvió a gritar José.
—¡Entra, Richard! Ya luego le meto un floro a Rodolfo. Yo me hago cargo.
“Yo me hago cargo”, era lo que más quería escuchar. Sonreí y me lancé con todo. Mario metió la llave. Giró. “¡Ruuun, ruuun!” El auto arrancó. Willy apretó un botón. Se escuchó: “¡Ta! ¡Ta! ¡Ta! ¡Ta! ¡Ta!”, seguido de un bajo, más batería. Era Demoliendo Hoteles de Charly García.
“Yo, que crecí con Videla
Yo, que nací sin poder
Yo, que luché por la libertad
Pero nunca la pude tener”.
Todos gritamos: “¡Llevaaa!” Mario pisó fuerte el acelerador, que las llantas chillaron. En diez segundos, dejamos la avenida Francisco Pizarro para doblar hacia el puente Santa Rosa.
Todos gritamos cantando:
“Hoy paso el tiempo
¡Demoliendo hoteles!
Mientras los plomos juntan los cables
Cazan rehenes”.
Ahí, en la cima, cada uno expuso sus exigencias: “¡Vamos a Miraflores!”, gritó Walter. Mario aceleró sin clemencia antes de que el semáforo ámbar cambie a rojo. “¡Sí, vamos a jilear a Miraflores!”.
Seguimos cantando:
“Hoy paso el tiempo
¡Demoliendo hoteles!
Mientras los chicos allá en la esquina
Pegan carteles”.
Un humo nos envolvió por completo; era una cajetilla “Ducal” que Willy había encontrado en la guantera.
—Oe, Mario, ¿y cómo convenciste a Zoila para que te dé las llaves? —preguntó José.
—Le dije que ustedes querían dar una vuelta a la manzana.
—¿Y?
—¡Pero no le dije de qué distrito!
Todos reímos.
El auto cruzó Tacna a Wilson en segundos. Y unos segundos más, ya estábamos en la Avenida Arequipa.
—¡Pasen el fallo, pues! —exigió José.
—¡Oe, deja darle una piteada! —Mario a Willy. ¡Este huevón se fuma todo!
El cigarro llegó. José me lo dio. Le di un toque. Me atoré vergonzosamente.
—¡Cof, cof, cof!
—Este chibolo no sabe fumar.
—¡No sé, pues!
—Ya aprenderás —aseguró Willy.
—Lo dudo —afirmé tosiendo. ¡Cof, cof, cof!
Por los parlantes, se empezó a escuchar:
“Déjalo ser, déjalo sacudirse bien.
No hay trampa en esto.
Ya vas a ver cómo tu cuerpo se abre.
No esperes más de mí”.
De pronto, José saca dos botellas de cerveza de no sé dónde.
—¡Gente, miren!
—¡Este choro! —exclamó Mario.
Festejamos como si hubiesen mostrado un tesoro. Willy abrió una con los dientes. Me llenaron un vaso. Lo tomé de un tiro para que no se rían. Al rato, otro más. En eso, veo que nos acercábamos al bypass de la Arequipa con la Javier Prado. Grité: “¡Ahí viene el bypass! ¡Acelera, Mario! ¡Acelera!” Mario pisó fuerte; el Volkswagen avanzó como un rayo, pasando a todos los autos. Gritamos: «¡Aaaaa!» al pasar por el centro del bypass. La algarabía era extrema.
Todos cantábamos:
“Tele, telequinesis. Moverás tus pies.
Tele, telequinesis. Moverás tus pies”.
Un minuto después, José divisa unas mujeres, con poca ropa, al otro lado de la avenida. “¡Vamos a preguntar la tarifa! ¡Mario, voltea!” Yo me asusté. “¡No, no! ¡Vamos de frente!” El auto giró en “U”. Y nos estacionamos en una calle oscura. La mujer se acercó.
—¡Uy, plancha quemada! —susurró Mario.
—¡Hola, chicos! —nos saludó, con una voz impostada.
—¡Hola! —todos saludamos. Queríamos reír.
—¿Qué tenemos aquí? ¡Mmm! Puros mocosos.
—Somos grandes —exclamó José.
—¿Así? Metió su cabeza. Nos miró a los tres: Estos son unos niños. Excepto este chinito que tiene cara de bandido.
—¡Sí, soy bandido! Tengo dieciocho —respondió riendo.
—Bueno, ¿qué quieren?
—Queremos saber cuánto cobras.
—¿Pero si no tienen para pagar?
—Sí tenemos. —José mostró su billetera.
—Mocosos, no tienen idea. Salvo estos dos —señaló a Mario y Willy.
—¡No somos mocosos! —reclamé.
—Y tú, ¿cuántos años tienes? —me señaló.
—Dieciocho —respondí titubeando.
—¡Ja, ja, ja! ¡Y yo soy tu abuelita!
—Mi abuela no es fea. Todos se rieron a carcajadas.
—¡Imbéciles! ¡Mocosos imbéciles!
El travesti volteó, levantó su brazo y gritó hacia un patrullero que pasaba.
—¡Policía, policía! ¡Me están robando! ¡Me están robando!
La sirena del patrullero comenzó a sonar. Todos volteamos hacia Mario. “¡Acelera! ¡Acelera!” Mario movía la llave, pero el auto no encendía. “¡Puta madre, arranca! ¡Arranca!” Mario golpeó el timón. “¡Mario, arranca, viene la policía!” El carro arrancó. Iniciamos la fuga hacia Petit Thouars. Volteé hacia atrás, pero nadie nos seguía. Al llegar a la esquina, el patrullero nos cerró el paso. “¡Perdimos!” —exclamó Mario.
Un policía, subido de peso, se acercó. Metió su cabeza por la ventana del piloto.
—Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí? —miró a cada uno.
—Jefe, solo salimos.
—¡Tarjeta de propiedad del auto!
—Aquí están, jefe.
—¿Así que tú no eres el dueño? ¿Quién es Zoila Toledo?
—Es de mi prima.
—Tu prima, ya. ¿Libreta electoral? —preguntó el policía mientras revisaba la tarjeta.
—No tengo, los perdí.
—¿No tienes? —vociferó Willy.
—¿Brevete?
—Tampoco tengo, jefe.
—¿No tienes? —se burló Willy.
—¡No, carajo! —susurró Mario.
—¿Y esas cervezas?
—Dos botellitas nomás, jefe. Es que los muchachos querían dar una vuelta.
—¿Y de dónde vienen?
—Del Rímac, jefe.
—Todos… ¡Documentos!
Willy, José y Walter le entregaron sus documentos.
—¿Y tú?
—No tengo.
—¿Qué edad tienes?
—Quince.
—Encima, dándole licor a un menor de edad.
—Pero, jefe.
—¡Cállate! ¡Tú! —a Willy. ¡Pasa atrás!
Entre los cuatro nos apretujamos. El policía hizo una seña a su compañero e ingresó al auto. Se sentó. Miró los documentos.
—¡Arranca!
—Pero, jefe. Podemos hacer algo. Los muchachos tienen que ir a su casa.
—¿Y para joder a las féminas sí hay tiempo?
—No son féminas. Son gays —dijo José.
—Pendejo te crees, Chinito.
—¡Vamos, arranca!
Mario prendió el carro.
—¿Ustedes son familia?
—Sí, todos somos primos —respondió Mario—. ¿Adónde nos va a llevar, jefe?
—A dar una vuelta a la manzana.
El policía nos llevó a varios puntos de San Isidro por una hora. Cruzamos La Arequipa ida y vuelta cuatro veces; hasta que paramos en un edificio. “Ya regreso. Si se van, les juro que los busco hasta en el infierno” —El policía ingresó al edificio.
Un obligado silencio nos albergó por un buen rato, hasta que Mario lo echó por la ventana.
—Todo esto es por ese huevón que quería fastidiar a ese travesti.
—¡Yo pensé que era prosti!
—¡Ya, ya, ya! ¡Cállense! —gritó Willy.
—¿Y si nos vamos? —propuse.
—¡Tiene nuestros documentos! —respondió Willy.
—¡Y la tarjeta de propiedad del auto! —contestó Mario.
—Además, dijo que nos seguiría hasta en el infierno —dije.
Todos voltearon hacia mí.
—¿Cómo voy a regresar a la casa sin la tarjeta de propiedad, si Zoila no sabe que saqué las llaves de su cartera?
—¡¡¡Qué!!! —gritamos todos.
—¡Ella no quería darme las llaves, pues!
—¡Y por eso tenías que chorearlas! —le reclamé.
—¿Acaso iban a subir al carro si les decía que saqué las llaves sin permiso?
—¡Sííí! —todos gritamos.
Todos reímos. Mario volteó hacia el edificio.
—¿Ese pendejo qué hace ahí? ¡Ya vamos treinta minutos!
Cuarenta y cinco minutos después, el policía salió del edificio. Se notaba relajado, como si de donde salió fuese su casa, eso pensé.
—Caramba, estos muchachos sí que son obedientes, pero menos con sus padres. ¡Vamos, arranca! Entra a la Petit Thouars.
Minutos después, nos estacionamos frente a la comisaría de San Isidro.
—Dame la llave.
—Pero, jefe.
—¡Dame la llave!
Mario se las entregó.
—Muchachos, ¿qué hago con ustedes? ¿Qué les parece si duermen en la carceleta? Este se irá solo —me señaló. —Para que avise a su familia que se quedaron detenidos por querer levantar prostitutas. ¿Qué les parece?
—Mi viejo me mata —respondió sonriente José.
—¡Ya, chibolo! ¡Sal del auto! —me pidió el policía.
—¡No! ¡Yo no iré!
—Sí, tienes que ir a avisar —reclamó José.
—No, no irá. ¡Tú estás loco! ¿Cómo va a avisar que estamos aquí? ¡Son las tres de la mañana! —Mario baja la voz. Jefe, podemos arreglar.
—¿Así?
—Con nuestro cariño, jefe.
—¿Cómo?
Mario volteó hacia nosotros.
—Muchachos, saquen todo lo que tienen. ¡Todo!
Yo entregué todo. José guardó un billete en su bolsillo y entregó lo demás. Igual Willy y
Walter. Mario reunió la colecta y se la entregó al policía.
—Estos chicos sí que son cariñosos. Bueno, es hora de partir.
El policía nos entregó los documentos. Levantó las llaves. Mario acercó su mano, las tomó, pero el policía no las soltó hasta que empezó a reír a carcajadas. Todos nos miramos y reímos. Parecíamos un grupo de locos. El policía salió del auto y volteó: Fue un gusto conocerlos. ¡Cuídense, muchachos!
Mario arrancó el carro, y no paró hasta el Rímac. En la fiesta, me preguntaron qué había sucedido. Nada, solo fuimos a dar una vuelta a la manzana.



