Sea a través de lo real o lo fantástico, en su arte resalta lo maravilloso. Sólo su original y depurada técnica narrativa logra elevar a la categoría de cuento magistral una anécdota cotidiana suscitada en un modesto consultorio dental.
Tanto en la novela como en el cuento corto es excepcional su depurado arte narrativo y ni qué decir de la brevedad y concisión, seguramente aprendida en grandes como Chejov, superando además largamente al arte cinematográfico.
Y es que la capacidad de sugerir –el secreto técnico de este cuento – más que narrar y describir, pertenece a lo más fino sutil y poético: sugerir.
Lo más terrible sucede en el interior de la conciencia de los dos personajes. El autor sugiere, aduciendo en forma indirecta, pero de manera sobreentendida, para que el interés motivado en el lector, complete la experiencia vital que se trasmite. De manera que la fijación lograda consiga ser plena, sostenida, impactante. Lo que al inicio fue sólo una anécdota, llega a adoptar terrible contextura dramática.
UN DÍA DE ESTOS (CONDENSADO)
(Un Peculiar Ajuste De Cuentas)
-Papá, dice el alcalde que si le sacas una muela, -voceó el chico de unos 11 años.
–Dile que no estoy aquí
Desde la salita de espera volvió a llamar el hijo: “Dice que sí estás porque te está oyendo”.
–Mejor –respondió.
–Sacó de una gaveta un puente de varias piezas y se puso a pulir el oro.
–Papá, dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Tranquilo, dejo de pedalear en la fresa y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa: ahí estaba el revólver.
–Bueno –dijo- dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón frente a la puerta y esperó decidido. El alcalde apareció en el umbral con una mejilla hinchada y dolorida. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta y lo mandó sentarse.
–Buenos días –dijo el alcalde.
–Buenos días –dijo el dentista.
Era un gabinete pobre; una vieja silla de madera, la fresa de pedal y una vidriera, con pomos de loza. Don Aurelio Escobar, después de observar la muela dañada, le dijo:
–Tiene que ser sin anestesia.
–¿Por qué?
–Porque tiene un absceso, está infectada.
–Está bien –dijo mirándolo fijamente y trató de sonreír. El dentista no le correspondió, rodó la escupidera y fue a lavarse las manos en el aguamaniel.
Era un cordal inferior. El alcalde se aferró a las barras de la silla y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un solo suspiro. El dentista sólo movió la muñeca, sin rencor, más bien con una amarga ternura dijo:
–Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Inclinado sobre la escupidera; jadeante, sudoroso, se desbotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
–Séquese las lágrimas –dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese y haga bucher de agua de sal”. Pero el alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
–Me pasa la cuenta –dijo.
–¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta y dijo a través de la red metálica.
–Es la misma vaina.//