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miércoles, diciembre 4, 2024
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Irracional

La región de los lagos en Chile, de Osorno para abajo, no sólo es espectacular por sus musculosos volcanes, irrepetibles espejos de agua, montañas de nieve y bosques endémicos, sino, sobre todo, por su gente.

Avasallados, vejados, minimizados culturalmente y víctimas de cíclicos ajusticiamientos por parte de un Estado que importaba alemanes, los mapuche no agacharon la cabeza nunca. Resistieron. Y lo hicieron defendiendo la integridad de su cultura a pesar de las balas y los empalamientos de un gobierno criollo, anti indigenista y gamonal.

Nada mejor que la experiencia chilena para graficar lo que hasta hoy viene pasando en muchos países e incluso en regiones como San Martín. Manuel Bulnes, mandatario chileno, encabezó y auspició la inmigración selectiva como una manera de “mejorar la raza chilena”, propuesta que aterrizó con la ley de colonización de 1845.

Robarles las tierras a los mapuches y entregárselas a colonos fue una praxis que conllevó una liquidación cultural en cámara lenta, un aplanamiento de tradiciones, ritos, conocimientos ancestrales y el sabio uso de suelos y bosques. Lo que no pudieron hacer los Incas, lo estaba logrando el propio Estado que, se supone, debía proteger a ese pueblo originario.

Pero no pudieron doblegarlos. Desde las reducciones y guetos, esta nación corajuda continuó transmitiendo su heredad cultural a sus hijos y estos a sus nietos. El respeto por el mundo espiritual, el culto a las ánimas y a los antepasados míticos, no desfalleció. Tampoco su forma de vestir, su lengua, su gastronomía primigenia y su arquitectura.

Cuando hace dos años tuve la oportunidad de recorrer las ciudades y pueblos donde se concentran los mapuches en Chile, descubrí una nación orgullosa, hablantina y amable. Con una sana incontinencia por contar la historia de cómo sobrevivieron al parricidio estatal y cómo ahora son ejemplo de resistencia cultural y turismo rural comunitario.

Su cultura viva, su apego por la melancolía de sangre, su sentido de pertenencia intacto y la abstinencia de patrones culturales importados, constituyen su ADN. Allá, como en la Polinesia o en Uros (la “tierra” de los valientes aimaras) resultaría inconcebible que alguien levante un remedo de castillo medieval, ponga un dragón y diga, con pretensión iconoclasta, que es para ayudar al turismo.

Lamentablemente en Lamas eso está ocurriendo. Pero lo que resulta una desgracia con ribetes de escándalo y vergüenza ajena, es como algunos (solo algunos) san martinenses, aplauden la felonía, no les sobrecoge la abducción cultural y blanden un discurso mono neuronal: “Atraerá más gente”. Poco importa que los turistas solo se tomen selfies en la torre de ladrillo riojano. Casi nada interesa que el barrio Huayco siga languideciendo y la cultura viva y las tradiciones lamistas se subordinen a semejante quiste maligno traído de ultramar.

La identidad cultural como el conjunto de valores, tradiciones, símbolos, creencias e idiosincrasia de un grupo social no existe para los voceros de la transculturización con yaya, no importa para los rimadores de sobra, para los grandes conferencistas de ideas sin logros en el CV. A ellos les vale madre la inmortalidad del sentido de pertenencia en el ideario colectivo.

Ellos no entienden de esencia, origen ni dignidad étnica. Quizá, hace 500 años habrían sido como esos traidores que aplaudieron el desembarco de cruces y arcabuces. Quizá son de esos que ahora se toman selfies con pelejos desnutridos porque se ve cool, de aquellos que se gastan medio sueldo en un restaurante de moda para solventar su imperio de la apariencia en el face. Quienes defienden el ultraje cultural en Lamas son socios del arraigo caduco, mecenas del anti indigenismo, embajadores de la cultura vodevil y barones de la traición.

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