Conocí a don Jairo Amacifuén Silva (Shapaja, 11.03.1935) hace muchos años en los eventos reivindicativos de los campesinos luchando por mejores precios de sus productos, especialmente del maíz. Sus intervenciones eran esperadas porque se mandaba un floro que encandilaba por su espontaneidad y su gracejo, que lo combinaba con la declamación de “Los heraldos negros”, de Vallejo, y de “Verdades amargas”, de autor anónimo, lo que hace de él un ciudadano de gran sensibilidad social y singular en extremo.
Después de terminar nuestra jornada laboral en la localidad de Shapaja, convertido hoy en un hermoso balneario del Huallaga, con cierto parecido a los del Mediterráneo, con Antonio Villanueva Fasabi fuimos en busca del conocido personaje a quien descubrimos a la 1.35 de la tarde del lunes 19 de setiembre, descansando en uno de los asientos de concreto de la plaza de armas. A la primera vista nos pareció la representación de una estatua de Rodín, pero que, de pronto, pareció adquirir vida propia. Como se ha hecho costumbre en él, a esa hora toma posesión del parque y prácticamente calato se convierte en amo y señor del lugar.
Jairo Amacifuén Silva es un personaje especial por su manera de entender la vida. Al regresar de servir a su patria (1955-1956) en la guarnición del Destacamento Norte, en el Curaray, afluente del río Napo, donde se destacó por ser un especialista en criptografía, o sea, maestro en claves secretas de radio, al no tener trabajo, decide entrar en una especie de ostracismo y se interna en su chacra por dos años sin salir al pueblo porque había tomado la decisión de ser poeta y filósofo, lo que le hace ser un émulo de Henry David Thoreau. Que es poeta nos lo demuestra recitándonos sus creaciones sobre la vida y sus vicisitudes; de filósofo, su optimismo y deseo de cambiar el mundo. Confiesa haber sido un gran futbolista manejando la zurda que aterrorizaba a los rivales de la época. Rodolfo Reátegui Villanueva, el arquero de las selecciones chazutinas, era su “víctima”, recuerda.
Don Jairo es más conocido como el “Cholo campesino” y disfruta con esta identificación pues expresa para él el verdadero sentido de su vida personal y de sus logros, y que consiste en disfrutar la vida con su trabajo sin joder a nadie y esperando días mejores para todos. Es de los pocos ciudadanos que, a sus 87 años sigue lúcido, trabaja su chacra y como si su cerebro fuera una cámara fotográfica desfilan recuerdos e imágenes de la vida de antes, de lo que tomamos nota para próximas crónicas sobre hechos y personajes del lugar. Confiesa que ya no hace el amor como antaño, pero que sigue moviendo la redonda. Como se dice: ¡Ver para creer!
Esta es una pequeña semblanza de un personaje humilde y decente que ha sabido construirse una marca respetable e indeleble. De un hombre que ha combinado la dureza de la vida con la poesía; con la fuerza de la aurora y la serenidad del crepúsculo, junto al bello río Huallaga y a los bosques, como en el canto del `Walden`, de Thoreau. (Comunicando Bosque y Cultura).