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jueves, junio 19, 2025
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Jóvenes en riesgo, sociedad en deuda

Prof. Amado Muñoz Cuchca

En los últimos años, el suicidio juvenil ha dejado de ser un tema marginal para convertirse en una alarmante realidad que interpela de forma directa a nuestras familias, instituciones educativas, comunidades y liderazgos sociales. Las razones por las cuales un adolescente puede llegar a tomar una decisión tan drástica son diversas y complejas. En la mayoría de los casos, convergen factores emocionales, sociales y culturales que no siempre son evidentes para su entorno más cercano.

Entre las causas más frecuentes se encuentran los trastornos de salud mental no diagnosticados, la depresión, la ansiedad, las experiencias de bullying, el maltrato familiar, las rupturas afectivas y los sentimientos de vacío o desamparo. Estos elementos, sumados a una baja autoestima y a la sensación de no pertenecer a un espacio seguro o valorado, pueden llevar a muchos jóvenes a un punto límite.

En la era digital, esta situación se agrava con el uso excesivo y sin control de las redes sociales. Muchos adolescentes, en su necesidad de afecto y validación, quedan atrapados en dinámicas de comparación tóxica, exposición a discursos de odio, presión estética o consumen contenidos que banalizan o incluso glorifican el sufrimiento, la autolesión y el suicidio. La desinformación que circula libremente en la Red puede tergiversar la percepción de la realidad y alimentar decisiones irreversibles.

Ante este panorama, el rol de los adultos se vuelve determinante. No podemos ni debemos delegar en los propios jóvenes la tarea de protegerse solos. La responsabilidad es colectiva y comienza con la presencia activa, empática y coherente de quienes formamos parte de su entorno.

Los padres de familia debemos ser los primeros en construir un hogar emocionalmente seguro, en el que se escuche sin juzgar, se validen los sentimientos y se fortalezca la autoestima desde el afecto cotidiano.

Los maestros no solo enseñan contenidos académicos, también educan con la palabra, la actitud y la mirada. Su cercanía puede convertirse en un ancla emocional poderosa para estudiantes que se sienten invisibles.

Los líderes sociales y religiosos pueden ofrecer espacios de contención, espiritualidad y propósito, tan necesarios cuando los jóvenes experimentan la desorientación existencial o el desencanto con la vida. Toda la comunidad adulta tiene el deber de estar atenta a los signos de alerta —aislamiento, apatía, irritabilidad, cambios bruscos de conducta— y de promover una cultura de cuidado emocional y salud mental sin estigmas.

Además, es fundamental establecer límites sanos y dialogados sobre el uso de redes sociales y dispositivos móviles. Educar en el pensamiento crítico digital, para que los adolescentes aprendan a distinguir información confiable de contenidos nocivos. Buscar ayuda profesional temprana cuando se identifiquen señales de sufrimiento emocional persistente. Fomentar proyectos de vida, vínculos positivos y espacios de expresión artística, deportiva o espiritual, que ayuden a canalizar el malestar y cultivar la esperanza.

La juventud no necesita perfección, sino adultos que acompañen con compasión, que escuchen con paciencia y que se atrevan a intervenir a tiempo.

Cada gesto, cada palabra, cada abrazo puede salvar una vida. Porque cuando un joven se apaga, no es él quien ha fallado, sino nosotros quienes no supimos sostener su luz a tiempo.

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