En lo profundo de la selva, donde la neblina se enreda entre los árboles y los ríos cantan en lenguas antiguas, una fiera acecha. No es un jaguar, aunque se mueve con sigilo. No es una anaconda, aunque estrangula sin hacer ruido. Es una bestia con mil rostros, disfrazada de oportunidad, vestida de promesa.
La fiera no ruge, susurra. Se acerca a los más jóvenes, a aquellos cuyos ojos aún brillan con la esperanza de volar lejos del nido. “Allá, más allá del monte, hay trabajo”, les dice. “Allá te espera una vida mejor.” Y así, los rumores atraviesan la espesura como un eco lejano.
Alguien ha desaparecido, una muchacha, un niño, una adolescente. Se dice que marcharon en busca de un sueño, que una mano bondadosa les prometió trabajo, estudios o simplemente una vida mejor, pero la selva que ha visto tantos amaneceres, sabe que hay caminos de donde no se regresa con la misma luz en los ojos.
Solo la semana pasada, seis menores de edad en Lamas y Mariscal Cáceres fueron rescatadas de las redes de la Trata de Personas. Seis pequeñas vidas que estaban a punto de ser devoradas por la trampa del engaño. Fueron seducidas por palabras dulces, por promesas de un mañana brillante, por la ilusión de escapar de una realidad dura, pero cuando abrieron los ojos se encontraron con barrotes invisibles de jaulas con plumas doradas, con puertas que no conducían a la libertad sino al encierro de un destino impuesto.
En la región San Martín, como en muchas otras partes del Perú, la caza sigue. No es una caza con flechas ni trampas rústicas, sino con discursos embellecidos, con ofertas que suenan demasiado buenas para ser ciertas, pero que lamentablemente siempre encuentran quien las crea. Los traficantes de almas no tienen garras, pero desgarran. No tienen colmillos, pero muerden profundo. No aúllan en la noche, pero susurran con astucia en el día.
Las preguntas se elevan como humo de fogata: ¿Cómo es posible que sigamos perdiendo a nuestras niñas y niños? ¿Cómo es que la selva, que es cuna de vida, también se ha convertido en una madriguera de horrores? La respuesta es un espejo donde todos debemos mirarnos. Porque mientras existan quienes busquen explotar la inocencia, también existirán quienes miren hacia otro lado, quienes prefieran el silencio antes que la acción, quienes se acostumbren a que algunos sueños terminen en pesadillas.
A diario en redes sociales y comisarías se reportan casos de menores de edad desaparecidas, las cifras van en aumento como la indiferencia de las propias autoridades y sociedad civil. No basta con celebrar los rescates. No basta con aplaudir a los valientes que logran arrancar a las víctimas de las garras del terror. La verdadera victoria será cuando la fiera de la trata ya no tenga presas, cuando sus redes se rompan antes de ser lanzadas, cuando sus promesas se conviertan en polvo antes de alcanzar oídos inocentes.
La lucha no es solo de unos cuantos. Es de todos. De los padres que deben advertir a sus hijos, de los maestros que deben educar con la verdad, de las autoridades que deben actuar con firmeza, de los pueblos que deben abrir los ojos y negarse a ser parte de un sistema que sigue permitiendo que los más vulnerables sean los primeros en caer. Porque la selva es vasta, pero no tanto como para ocultar la verdad. Porque el viento puede llevar las voces, pero también puede traer respuestas.
Hoy seis vidas han sido rescatadas, pero ¿cuántos más siguen atrapadas? ¿Cuántos más caminan hacia el abismo sin saberlo? La selva no olvida, la selva susurra, la selva advierte. No seamos nosotros los que nos quedemos sordos a su llamado, no permitamos que la fiera siga cazando con tanta facilidad y dejando huellas en almas inocentes, porque un niño que desaparece es un bosque que se marchita, es un río que se seca, es una estrella que deja de brillar en la inmensidad de nuestra propia indiferencia.
Es momento de alzar la voz, de ser más que testigos, de convertirnos en los verdaderos guardianes de la selva. Porque la selva nos da vida, pero también nos pone a prueba y en esta prueba, NO PODEMOS FALLAR…