La frase “el que peca y reza, empata” ha resonado con fuerza en estos días. Se ha convertido en una especie de justificación popular, una coartada disfrazada de espiritualidad que usamos para aparentar limpieza interior sin haber tocado el alma. Ayuna y tómate una selfie con la cruz de fondo… y ya está: puedes seguir odiando, maltratando, ignorando y violentando sin culpa, porque ya “cumpliste” con Dios. La fórmula perfecta para la doble moral.
Pero la realidad nos explota en la cara. Afuera de los templos la sociedad apesta. Cada día está más podrida, más indiferente, más inhumana. Reina la violencia, se asesina cada minuto, la explotación infantil es pan de cada día, la misoginia está institucionalizada y la homofobia no solo persiste, sino que se hace brutal.
Cada año cuando llega Semana Santa, las calles se llenan de procesiones, las iglesias se abarrotan y las redes sociales se inundan de mensajes piadosos. Hay un fervor colectivo por «limpiar el alma», por cumplir con los rituales que, en teoría, nos acercan a Dios. Se come pescado en lugar de carne, se evita el alcohol durante un par de días, y se proclama un comportamiento ejemplar. Sin embargo, al mismo tiempo, se cometen abusos, se perpetúan violencias, se discrimina y se peca con una naturalidad alarmante.
El caso de Sara Millerey González, en Antioquia, Colombia, es un puñetazo al alma. Una mujer trans que transitaba por la calle y tuvo el “pecado” de decir “Dios los bendiga”. Esa fue su falta. Esa fue la razón (si es que se le puede llamar así) por la que un grupo de personas (aún sin identificar) decidió torturarla hasta fracturarle piernas y manos. Luego, como si no fuera suficiente, la arrojaron a una quebrada.
Y lo más escalofriante no fue la violencia en sí, que ya de por sí es monstruosa. Lo más atroz es lo que vino después: la gente grabó mientras Sara gritaba de dolor, mientras se movía con desesperación, alguien sacó un celular, no para pedir ayuda, no para socorrerla, solo para grabar, para tener el vídeo, para compartirlo, para hacerlo viral.
Eso no es solo un crimen, es un espejo, un reflejo nauseabundo de lo que somos. Una sociedad que ha perdido el alma, que convierte el sufrimiento ajeno en contenido. Ya no sentimos compasión; Sentimos curiosidad mórbida. Ya no nos duele el dolor del otro; nos entretiene y eso horroriza.
A Sara no solo la mataron, la quebraron por dentro y por fuera. Le quitaron la dignidad, la dejaron morir frente a una cámara, como si fuera parte de una película sangrienta. Pero no era una ficción, era de verdad y nadie hizo nada. Nadie gritó, nadie intervino, nadie se metió a la quebrada para protegerla. Pero en esta Semana Santa probablemente muchos de esos mismos testigos acudieron a misa, se persignaron, rezaron y “santificaron su alma”, porque para muchos todo se resume a «el que peca y reza, empata».
Jugamos a ser santos unos cuántos días, pero somos monstruos en el resto del calendario y lo peor es que lo sabemos, sabemos que estamos mal, que algo en nosotros se quebró hace rato. Pensamos que la pandemia nos iba a cambiar, que al perder amigos, familiares, trabajos y sueños, íbamos a renacer y ser mejores personas, pero no fue así. Nos convertimos en seres más crueles, más indiferentes, más egoístas y muchos más violentos.
Entonces, ¿Qué nos está pasando? ¿En qué momento dejamos de ser humanos?
Sara Millerey no murió sola, murió frente a nosotros y nosotros, como sociedad no hicimos nada. Esa es la verdadera tragedia, no solo su muerte, sino lo que esto significa en un país y en todo el mundo, la pasividad que mostramos frente al prójimo. Nuestro silencio y nuestra frialdad nos pinta de pies a cabeza.
Entonces… ¿Qué nos deja de lección esta Semana Santa?
No se trata de atacar la fe. La fe bien entendida puede ser una poderosa herramienta de transformación personal y social, pero lo que se vive durante la Semana Santa, en muchos casos, no es fe, sino espectáculo. Un desfile de buenas intenciones vacías, un teatro colectivo que no cambia absolutamente nada. Porque una sociedad que de verdad creyera en el mensaje de amor, justicia y compasión que predicó Jesús, no permitiría que miles de niños vivieran en la calle, que mujeres fueran asesinadas a diario o que las diferencias sexuales se castigaran con odio.
Toca despertar. Toca dejar de fingir. Toca dejar de “empatar” con rezos vacíos y empezar a vivir con coherencia. Toca denunciar, defender, amar. Toca cuestionar las estructuras de odio que toleramos. Toca volver a sentir. Toca volver a ser humanos.
Porque al final, el que peca y reza no empata…solo se engaña a sí mismo.