Por más que uno lo intente, hay días que no se pueden olvidar. No por sus luces, sino por sus sombras. El viernes 4 de julio fue uno de ellos. Ese día, la ciudad se estremeció, no por una celebración, sino por un incendio que devoró no solo cuatro viviendas, sino también una vida que apenas comenzaba. Un niño, un pequeño que aún debía estar soñando con jugar, correr, vivir… murió entre las llamas. Y con él, se quemó algo más que madera y calaminas: se quemó la indiferencia, la negligencia y el abandono.
La ciudad lloró. Las redes se llenaron de condolencias, los noticieros pusieron rostros tristes, y en cada conversación callejera había un nudo en la garganta. Cuatro familias lo perdieron todo. Y cuando digo todo, no exagero: se quedaron sin casa, sin ropa, sin recuerdos. ¿Cómo se mide una pérdida así? ¿Cómo se le explica a un niño que ya no tiene cama, ni cuadernos, ni sus zapatos favoritos porque el fuego se lo llevó todo? ¿Y cómo se consuela a una madre que perdió lo que más amaba en la vida?
Pero este dolor no vino solo. Vino acompañado de una rabia callada, de esa furia que se alimenta de impotencia. Porque bastó estar unos minutos en el lugar del siniestro para que la herida se abriera aún más. Ahí estaban nuestros bomberos: los mismos de siempre, los héroes anónimos de uniforme gastado y mirada firme. Llegaron a luchar contra el fuego con lo que tenían… que era casi nada. Equipos obsoletos, mangueras que parecen reliquias, botas parchadas, cascos deteriorados. Y aun así, ahí estaban, como siempre, dispuestos a dar la vida por salvar otra.
Entonces uno se pregunta: ¿Cuántos incendios más hacen falta para que nuestras autoridades reaccionen? ¿Qué está esperando la Municipalidad Provincial de San Martín? ¿Qué espera el Gobierno Regional para invertir en quienes nos protegen cuando todo arde? Porque sí, los aplausos son bonitos, las condecoraciones también, pero no apagan incendios. Lo que apaga incendios es un camión cisterna a tiempo, una escalera hidráulica que funcione, un traje que no se deshaga con el calor.
La solidaridad no tardó en aparecer. Como siempre, el pueblo es el que responde primero. La olla común, la ropa donada, el abrazo que calma. Pero la buena voluntad no puede ser el sistema. No podemos seguir funcionando a punta de emergencia. No podemos normalizar que nuestros bomberos tengan que mendigar para poder servir. No podemos, no debemos, no más.
Y es aquí donde urge hacer memoria. Porque este no es el primer incendio devastador. No es la primera vez que gritamos “¡qué injusticia!”. Y, lamentablemente, si seguimos así, no será la última. ¿Qué tiene que pasar para que las prioridades cambien? ¿Acaso no es más urgente equipar una compañía de bomberos que inaugurar una pista? ¿No es más necesario tener hidrantes funcionales que cortar cintas en eventos protocolares?
Viernes 4 de julio: un día de duelo, sí. Pero también un día de revelación. Ese fuego no solo encendió llamas, encendió verdades. Nos mostró que seguimos siendo una sociedad que llora después, pero que previene poco. Que admira a sus héroes, pero los deja solos. Que espera milagros, cuando lo único que hace falta es voluntad política.
Hoy más que nunca, necesitamos que nuestros gobernantes despierten. Que entiendan que la gestión no se mide solo en likes o en fotos con banda. Que lo mínimo que pueden hacer, en lo que les queda de gestión, es dejar algo verdaderamente valioso: un cuartel equipado, una flota renovada, una esperanza.
Porque sí, es cierto, la gestión se acaba. Pero la memoria no. Y esta ciudad no olvida. No olvida a un niño que se fue demasiado pronto. No olvida a los vecinos que vieron arder sus vidas. No olvida a los bomberos que lucharon con todo. No olvida que, cuando más necesitábamos a nuestras autoridades, estas miraron a otro lado.
A veces, el fuego purifica. A veces, el incendio no solo destruye: también revela. Que esta tragedia sirva para algo. Que no sea una más en la lista de lo olvidable. Que el humo de ese día no se disipe tan rápido en la memoria de quienes toman decisiones. Que no tengamos que volver a escribir un artículo como este.
Porque la vida de un niño vale más que mil discursos. Porque una ciudad que llora merece respuestas, no excusas. Porque nuestros bomberos merecen más que medallas: merecen condiciones. Y porque no hay reconstrucción posible sin justicia, sin acción, sin memoria.
Que arda la conciencia. Que se encienda el compromiso. Que este 4 de julio no pase como una fecha más. Porque el fuego ya pasó, pero el deber no…



