Algo tiene que destruirse para que podamos recomponernos como nación, como patria, como unidad.
Por Eduardo Herrera
Hace unos buenos años se ha instalado en el Perú una manera cínica de hacer política que todos percibimos y aceptamos sin ruborizarnos.
Un congresista es acusado de maltrato familiar y luego es salvado del desafuero por sus pares, si es que tenemos la suerte -por presión social- de que lo procesen en la “comisión de ética”. Un ministro o el mismísimo presidente es acusado con pruebas de corrupción y no pasa nada. Un ex gobernador regional es sancionado como autor del mismo delito y cuando sale de la cárcel intenta volver a postular.
Un alcalde es detenido por corrupción y, luego de salir momentáneamente librado, ingresó a Palacio de Gobierno para ser premiado por el presidente. Pero qué podemos esperar si tuvimos también a un candidato presidencial que hizo campaña desde el penal en el que estuvo recluido por estos mismos delitos.
El “líder” del partido de gobierno está sentenciado por corrupción -además de estar investigado por varios otros ilícitos- e impone condiciones (da entrevistas incluso) llegando a ser una autoridad de facto. La política cínica acá es una realidad, tanto o más que la realpolitik.
Hacer lo mismo esperando resultados diferentes es torpe por decir lo menos. Pensar que esto cambiará simplemente “porque sí” es ingenuo. Sostener que son las leyes las que nos sacarán de la anomía en la que vivimos determina una genuina contradicción.
¿Cómo salir de esto entonces? ¿cómo “aterrizar” ciertos intangibles? o, mejor dicho, ¿cómo generar confianza en las personas mediante un nuevo comportamiento de los políticos?
Honestamente, pienso que pedir en principio “gente nueva” no es necesariamente la solución. Son las conductas de las personas las que debemos de cambiar y no sus nombres. Aquí es donde nosotros tenemos que recobrar la consciencia de un hecho que parece olvidarse: somos las personas con capacidad de votar las que los elegimos.
Examine bien a su candidato. Piense que en las manos de esa persona está mucho de su futuro o el de sus seres queridos. Ahí sí apliquemos la famosa y mal entendida frase que sirve de campaña -precisamente- a los de siempre: hechos y no palabras. No regalemos el voto. Definitivamente, numéricamente, somos muchos más. Nosotros tenemos el genuino poder.
La política es la que tiene que refundarse en el país.
- No es necesaria una nueva constitución o una gran ley para ello. Una política sensible que converse y escuche, que no se envilezca pensando que el poder es eterno y propio. Una política que sea transparente más allá de un formulario legal. Una política que se atreva romper argollas sin venganza y que esté dispuesta a jugársela por las reformas que necesita el país. Una política que no robe el recurso público. No es mucho pedir, es nuestro derecho. Se acercan nuevos retos, nuevas elecciones. En nuestras manos quedará saber si hemos aprendido o no la lección.
- Pero esto no puede seguir así. Esto no es lo que necesitamos como país. Esto no es normal. Lo normal sería tener políticos honestos que reformen el Estado, que promuevan políticas públicas para acelerar nuestro crecimiento económico, que cada año es más lento y pobre. Lo normal sería tener buena infraestructura, buenos servicios de agua, salud, educación, justicia y seguridad. Lo normal sería que los pobres sean más ricos y los ricos también (¡!) y que nadie se escandalice por esto o nos venda narrativas envidiosas o amargadas. Lo normal sería que el Estado sea un compañero de camino que ayuda, no un escándalo cada domingo.
- Esto sería lo normal, pero a los peruanos, al parecer, o no nos gusta lo normal, o simplemente ya nos acostumbramos a lo anormal. Nos acostumbramos a no ser un país normal y saludable, sino uno enfermo, decadente y dividido. Algo tiene que romperse o destruirse para que podamos recomponernos como nación, como patria, como unidad.