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La Última Lección: Dignidad frente a la indiferencia

Dicen que la patria es la madre que nunca abandona a sus hijos. Pero, al parecer, en el Perú esa madre está distraída, desmemoriada, quizá hasta cínica: se acuerda de los maestros cuando necesita que las urnas se llenen de votos, pero los olvida cuando esos mismos maestros ya no llenan aulas, sino pastilleros.

El escenario: el Perú. Los protagonistas: los cesantes y jubilados del sector Educación, protestando como quien se aferra a un último recreo, exigiendo lo que debería ser obvio: la promulgación inmediata de la ley de aumento de pensiones.

¿Exigiendo, dije? No. Reclamando, suplicando, casi implorando un derecho que no tendría por qué mendigarse. Porque las pensiones dignas no son dádivas ni limosnas electorales, son el pago tardío y, para muchos, ya inútil, por una vida dedicada a enseñar a un país que siempre olvida la tabla del nueve cuando se trata de gratitud.

Es irónico, casi cruel, escuchar que algunos contadores de miserias con calculadora en mano y corazón de hierro oxidado, califican esta reforma como una “carga económica” para el Estado.

¿Carga? ¿De verdad creen que el problema es lo que cuestan estos maestros, y no lo que le cuesta al Perú haberlos tratado con semejante desprecio? Porque la verdadera carga es la indiferencia. La verdadera deuda es moral, y esa no se paga con soles ni con presupuestos, sino con humanidad, con respeto, con memoria.

Los cesantes en todo el Perú, lo dijeron claro: el dinero está, el financiamiento existe. No se trata de romper la alcancía nacional ni de hipotecar el futuro. Se trata de voluntad política, de esa virtud que en el Perú suele aparecer solo cuando hay cámaras de televisión. Pero como los viejos maestros no gritan con violencia, ni incendian calles, ni venden espectáculo, su causa parece menos urgente, menos rentable, menos “noticia”.

Ahí están ellos, con pancartas escritas a mano, con gargantas que ya no tienen la potencia de antes, con cuerpos cansados pero dignos. Los mismos que alguna vez enseñaron a escribir la palabra “patria” hoy la escriben en carteles que nadie en Palacio de Gobierno quiere leer.

Y mientras tanto, la presidenta Dina Boluarte sigue esperando… ¿qué? ¿Que la biología haga el trabajo sucio y reduzca la lista de reclamantes? ¿Que el calendario le ahorre la molestia de firmar una ley que ya fue aprobada por el Congreso?

La indiferencia duele más que la pobreza. Y en este país, los jubilados de la educación cargan ambas. Son ellos quienes nos enseñaron a juntar las letras, a descifrar el mundo, a no confundir justicia con favor. Y, sin embargo, hoy tienen que salir a la calle a recordarnos que el derecho no se ruega, se respeta.

No piden lujos, no piden milagros: piden dignidad. Esa palabra que parece estar borrada de los diccionarios de nuestros gobernantes.

Quizá lo más triste de todo es que se repite una historia vieja: en el Perú la gratitud llega tarde, o no llega. La historia está llena de héroes a los que se les coloca estatuas cuando ya están muertos, pero a los que en vida se les negó hasta el pan.

Lo mismo pasa con los maestros: se les aplaude en discursos, se les nombra en efemérides, pero cuando toca pagarles lo que corresponde, se busca la letra pequeña, la excusa perfecta, el tecnicismo que enfría la justicia.

El Congreso ya aprobó la ley. El respaldo técnico y político está. Solo falta la rúbrica de un Ejecutivo que parece más preocupado por sobrevivir al día a día que por honrar a quienes sostuvieron al país durante décadas en las aulas.

Y mientras tanto, los jubilados vuelven a las calles, no porque quieran, sino porque no les queda otra.

Qué ironía cruel: ellos, que enseñaron la importancia de la palabra, ahora tienen que gritar para ser escuchados. Ellos, que nos educaron en valores, ahora tienen que recordarnos que la indiferencia es la peor forma de corrupción. Ellos, que nos formaron para no rendirnos, hoy nos dan la última lección: la dignidad se defiende hasta el final.

Si la presidenta Boluarte tiene algo de sensibilidad, si aún le queda una pizca de decencia política, debería promulgar esta ley de inmediato. Porque cada día de espera no es solo un retraso administrativo: es un insulto, una humillación, un recordatorio de que en este país se gobierna como si los viejos sobraran.

Cuando un maestro protesta en la vejez, no es solo por él: es por la memoria de todos los que ya no pudieron esperar, por los que murieron aguardando que la justicia tocara a su puerta. Y si como sociedad no somos capaces de llorar con esa imagen, entonces es cierto lo que muchos dicen: estamos condenados a repetir la peor de las lecciones, la de la ingratitud.

Porque, al final, ¿qué clase de país somos si dejamos que quienes nos enseñaron a leer la palabra “futuro” mueran sin tener uno?

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