Considerado el más ambicioso y polémico de los filmes de Luchino Visconti, Los Malditos intenta explicar la Alemania nazi usando como metáfora una poderosa familia de industriales. Alrededor de este selecto y decadente grupo el director arma un drama barroco y excesivo, imprescindible para los cinéfilos de siempre. El elenco es uno de los mejores que haya reunido este cineasta italiano. Visconti apuesta por la mirada realista, inquieta, que anticipa y critica el holocausto y la tragedia.
Al comienzo de este film, asistimos a una cena de cumpleaños que da en su mansión uno de los magnates alemanes del acero, el barón Joachim von Essenbeck. El barón tiene dos sobrinos, de carácter totalmente distinto: Herbert, “de la rama inglesa de la familia” es un liberal que detesta a los nazis; Konstantin, por el contrario, es un rudo nazi de las SA, con el aspecto de un cerdo. Además de los anteriores, asiste a la fiesta un oficial nazi de las SS, siempre con su voz amable y su sonrisa cínica que será el “deux ex machina” de los acontecimientos que se precipiten.
En mitad de la fiesta de cumpleaños llega la noticia de que está ardiendo el Reichstag: es el 27 de febrero de 1933. Apenas hace un mes que Hitler ha llegado al poder. Del incendio se culpa a los comunistas, y es el pretexto para tomar medidas restrictivas con los derechos individuales; puede decirse que ahí, más que con la toma de posesión de Hitler, es cuando comienza la dictadura en Alemania.
Pronto surgen las disputas sobre la política de la empresa cuando la fábrica de los Essenbeck comienza a producir ametralladoras; Konstantin quiere que vayan para sus “camisas pardas” de las SA, la organización paramilitar nazi que ayudó a Hitler a llegar al poder, pero que cada vez resulta más incómoda al nuevo gobierno.
En la fiesta anual de las SA en Bad Wiesee, Baviera, una orgía de sexo, canciones nazis y abundante cerveza, al alba llegan los SS cumpliendo órdenes directas de Hitler y liquidan a los SA en sus habitaciones; este episodio ha pasado a la Historia como la “Noche de los Cuchillos Largos” (30 de junio de 1934). Como le dirá más tarde uno de los protagonistas a su madre: “parece mentira que aún no hayas entendido lo que es el nacionalsocialismo, cuando hasta yo lo he entendido”.
Las trompetas cual disparos, explosiones, bombas, el Reichstag en llamas, las trompetas siguiendo el curso locomotor de la máquina humeante que tintinea como el campanario en las iglesias. Las notas, anotaciones. Notas y notas de violines chirriantes al mismo tiempo en que los gritos desesperados se van quemando uno tras otro en el hoyo hirviente, de lava naranja, en donde se crean las armas de los nazis para la nueva guerra, la Nueva Alemania (1933), el mundo, el tercer Reich, los únicos zumbidos que restan de los corazones sin vida, incinerados y carcomidos, de ese pueblo alguna vez sano.
Los sirvientes son hormigas en el hogar, mueven rápidamente todos los utensilios y enseres, están presentes incluso hasta cuando uno se peina o cambia. La torta sabe a esvástica de caramelo. Si te predispones a erradicar una plaga teniendo una pizca de sentimentalismo y ya no te queda escapatoria lo más saludable es que te dejes comer por las sanguijuelas entero, Sí, ya que tarde o temprano tu piedad haría tu carne ceder.
Sin embargo, intuimos un odio más profundo a la autoflagelación, una crueldad sanguinolenta más despiadada que los dibujos sin cabeza se ven renacidos e incrementados pero sin pretender quedar fuera de la nueva vida, de la era total, de la gente única, de la raza aria, de los tiempos en donde sólo habrá un líder sin sinónimos ilesos, tan espigado y enhiesto como la sangre misma que sale de sus venas. “La flor que obstruye el camino, la florecilla, tiene que ser aplastada”. El día es rojo, como el futuro de sangre que llega…