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martes, mayo 20, 2025
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Necesitamos más monjas chismosas

“¿Saben quién es la monja chismosa? Es terrorista, peor que los de Ayacucho hace años. Peor, porque el chisme es como una bomba y, como el demonio, tira la bomba, destruye y se va”, soltó sin pelos en la lengua el Papa Francisco ante un anonadado auditorio de monjitas de la contemplación en su reciente visita a Lima.

Ellas, fieles a la fama silente que las precede, ni se inmutaron. Solo atinaron a contemplar al pontífice que se desgañitaba sosteniendo que la mejor manera de evitar caer en la tentación del chisme era morderse la lengua. Y punto.

Lo que no dijo el porteño e hincha de San Lorenzo era de dónde venía ese apelativo. Claro, y mucho menos ventiló que su génesis tenía matices de dignidad. No expuso el lado amable del chisme, de ese rumor que libera, de ese susurro en cadena que se va achorando, desapegando del miedo y que se convierte en el embrión de gestos libertarios, de sacudones ante el abuso. De esa pequeña infidencia que provoca que la mentira se venga abajo como la costra seca. El chisme no es malo del todo, porque todo -por más pérfido que parezca- tiene su lado amable.

Y para demostrar que no toda monja chismosa es mala y la insubordinación es un ejercicio de dignidad, recordemos a la hermana Cathy en los sesentas. La monja del Archbishop Keough High School para niñas en Baltimore, Maryland, EEUU, descubrió y aireó los abusos sexuales del capellán Joseph Maskell. Sin embargo, fue asesinada a los 26 años, antes que denunciara la atrocidad y desnudara a una curia libidinosa y putrefacta.

Fue callada para siempre. Quiso hablar y denunciar los crímenes, pero no pudo. La Arquidiócesis estaba al tanto de la situación y no hizo nada para protegerla ni sancionar al transgresor. Hoy, todos los implicados en ese “impasse” sexual están muertos, pero ninguno fue juzgado por sus actos. Ninguno.

Y es que queda claro que a la Iglesia no le simpatiza la gente despierta ni las voces disonantes. Ellos quieren que las madrecitas sigan siendo un elemento decorativo. No les sirve que estén al tanto de todo, no quieren testigos con faldas de sus fechorías con sotanas. Quieren, como escribió Oscar Wilde en El retrato de Dorian Gray, que sus miembros sigan repitiendo a los 80 lo que a los 18 les enseñaron que digan.

Ergo, el mensaje de Jorge Mario Bergoglio fue desafortunado y hasta hizo apología de una mala praxis en los intestinos gruesos de la Iglesia. “Callar no es negociable”, debieron responderle las monjitas de la contemplación, pero su corsé moral y su verticalidad organizacional las obligaron al mutis políticamente correcto.

Sin embargo, es justamente en el interior de las iglesias, instituciones, municipalidades, escuelas y gobiernos donde más necesitamos de las “monjas chismosas”. Urge que los empleados públicos anden con las orejas paradas y el bolsillo a prueba de chantajes. Son los mandos medios y los soldados de primera fila los llamados a servir de comisarios de la moralidad y no callar ante el atropello, la corrupción y el dolo.

Que no importe la dosis que tendrá la represalia. Que no interesen las amenazas de una inminente expulsión laboral o una excomulgación de padre y señor mío. Aquí lo que debe primar es el “efecto colateral”, las víctimas del abuso, crimen y latrocinio. Necesitamos más monjas chismosas en el Perú, sobre todo en el estómago de un Estado permisivo y en esa Iglesia donde le ponen tarifas al amor.

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