33.8 C
Tarapoto
jueves, diciembre 12, 2024
spot_img

Nos habíamos choleado tanto

Patricia León, la aeromoza de Latam que hace unas semanas salió del anonimato y alzó vuelo -con turbulencia de por medio- tras insultar a su esposo por no pagarle un súper colegio a su hijo, la pasa mal, muy mal. “El Quiñones, ese colegio lleno de cholos de mierda”, espetó la flyhostess.

Desde entonces, en la empresa chileno-brasileña sus compañeros la miran un poco más de lejos y todo el Perú la crucifica a la hora del almuerzo. El tema de la sobrecargo cae sin paracaídas en la sobremesa y descorcha esa cultura del maleteo impune que se ha convertido en un ADN casi casi nacional.

Y entonces el populorum se desgañita criticando el racismo de la aeromoza treintañera, su obsesión por el materialismo nada dialéctico y su arribismo de 20 mil pies de altura. Y la verdad tienen razón, tanto como los memes y esa lluvia ácida de comentarios que bañaron de estiércol las redes sociales, al punto que León tuvo que cerrar su cuenta de Facebook.

Claro que tienen razón en apalear esa conducta gamonal que sobrevive hasta hoy en el hipotálamo de la “gente bien” y los que se creen “gente bien”, pero que en realidad de “bien” no tienen nada. La Marina de Guerra del Perú (los cholos y negros están proscritos en la Escuela Naval), el Yatch Club de Ancón y las reuniones de ex alumnos del Markham, por ejemplo, son ecosistemas donde se engendra, generación tras generación, el desprecio visceral a la piel cobriza.

El «choleo” es una praxis de alcance nacional que, como bien dice Jorge Bruce en su libro Nos habíamos choleado tanto, nació en la Colonia y no tiene cuando acabar. Está en todos (o en la mayoría para no ser pesimista) navega en la punta de la lengua para ser expelido cuando una combi nos cierra el paso o nos codean anónimamente entre el gentío. “Cholo de mierda, qué te has creído”, es la frase que emerge para intrínsecamente sentirse superior, para creerse una especie de capataz étnico cuya diferencia se sustenta en lo económico, en la billetera que mata galanes y poda raíces andinas.

El racismo es un cáncer con el que se convive en esta patria mestiza y el 89% de limeños es consciente de esa tara inmisericorde, según la encuesta del 2017 realizada por el Ministerio de Cultura para analizar las causas de la discriminación in vitro.

Y es que los peruanos parecemos no entender lecciones ni aprender de los errores. Pero, claro, andamos orgullosos de MachuPicchu (construido por indígenas) y nos sentimos los campeones del mundo gastronómico no obstante la raíz del éxito sean campesinos quechuas, aimaras o los nativos cocamas.

La hipocresía y la discriminación son bárbaras y despiadadas en una sociedad fragmentada y anestesiada por una televisión que sigue presa de la resaca racial. Desde los tiempos del Tío Jhony y su segregacionista vaso de leche tomado por mocosos de ojos verdes hasta hoy, donde cobras y leones rinden tributo al hedonismo y la banalidad al garete.

Todo sería diferente si juzgáramos por resultados y no por apariencias. Deberíamos preocuparnos por rodearnos de gente bien, pero entendiendo el bien como pureza y el éxito en la gestión. El existencialismo (uno existe en la medida de lo que produce) debería ser una corriente vigente desde la escuela para aprender desde niños que la única discriminación posible es la ignorancia, el útero de todos los males y las tragedias.

Sólo dándole la espalda a la intransigencia de medir por el color de la piel o el poder de la billetera podremos entrar en terapia colectiva y sanarnos como sociedad. Hay que valorar a las personas por lo competentes que son en sus profesiones, por el ejemplo que prodigan, por el tiempo que dan sin esperar nada a cambio, por las soluciones con que vacunan los problemas que otros no saben cómo enfrentar. La inteligencia, el grado de discernimiento y la innovación deberían ser los filtros para definir a las personas más allá de su apellido, su apariencia de “cholo de mierda” o el número de tarjetas en su billetera.

Aunque algo se ha avanzado en este bodegón de naciones y desde hace unos años el término “cholito” tiene una carga afectiva, continuamos al debe. Como sociedad seguimos atrapados en los meandros antropológicos de la república aristocrática, en los años mozos del civilismo clasista. Es hora de repeler la ignominia epidérmica, es hora de ver con el corazón porque lo esencial es invisible a los ojos.

 

Artículos relacionados

Mantente conectado

34,622FansMe gusta
406SeguidoresSeguir
1,851SeguidoresSeguir

ÚLTIMOS ARTÍCULOS