La Constitución Política del Perú de 1979 declaraba en su preámbulo “que la familia es célula básica de la sociedad y raíz de su grandeza, así como ámbito natural de la educación y la cultura”. Una atinada declaración, clara, justa y desafiante. Ya no aparece así en nuestra actual constitución, pero no por ello ha dejado de ser cierta. No deberíamos olvidarla.
Es claro y evidente que con mejores familias se construye una mejor sociedad. Por tanto es necesario y justo dar a la familia tal importancia, en todo lugar; en las leyes, en los colegios y universidades, en los medios de comunicación, en el diario vivir. Es un desafío constante, que las autoridades locales y nacionales deben asumir, y promover su buena formación y desarrollo, con real intención, esfuerzo y dinero.
La familia nos forma; para bien o mal. Muchos podemos dar testimonio de las cosas buenas que aprendimos en casa. A mí me enseñaron desde niño a no tirar envolturas ni envases usados a la calle; y a buscar un baño público para no miccionar en las veredas. Me enseñaron a saludar a los mayores y a respetar al vecino, como evitar hacer bulla en las noches para que puedan descansar. Nunca vi a mi padre emborracharse, decir groserías, o golpear a mi madre, y crecí sin entender a los que lo hacían. De muy pequeño me dijeron que no debía tocar lo ajeno, que no debía robar “ni siquiera un alfiler”. Me enseñaron a amar mi patria, a mantenerme de pie cuando estoy ante el izamiento de nuestra bandera; a respetar las leyes de tránsito. Mis padres me llevaban a la iglesia, me inculcaron valores espirituales, aprendí a confiar en Dios y respetar sus mandamientos.
No, mi familia no fue perfecta; pero recibí amor, disciplina y ejemplo. También es cierto que yo no siempre actuaba conforme a lo que mis padres me enseñaron. Pero cuando desobedecía y tomaba decisiones incorrectas, tampoco me quedaba tranquilo… había una voz interior, una advertencia, un freno que me obligaba a no avanzar más por esos caminos diferentes al que me habían inculcado; eso ayudaba a incomodarme con malas compañías y a mirar de lejos el mal que otros hacían. Lo que recibí de mi familia me guardó de muchos errores. Hoy, siendo padre y pastor, lo entiendo más que antes.
Es evidente y claro: Si fortalecemos a las familias, tendremos una sociedad más fuerte. Si en casa los hijos aprenden respeto y honestidad habrá menos adultos corruptos y abusadores. Si en el hogar, nuestros niños son amados y disciplinados, será menos probable que se unan a pandillas o “huyan” con su pareja adolescente. Si los padres son dignos de respeto será más fácil a los jóvenes aprender a respetar las leyes. La familia es el “ámbito natural de la educación y cultura”, ¡no lo olvidemos!
Se viene otro “día de la familia”, hagamos algo por ella; tomemos decisiones, formulemos cambios. Que nuestras autoridades “hagan algo” acorde a lo que nuestra constitución vigente declara: “La comunidad y el Estado protegen (…) a la familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como institutos naturales y fundamentales de la sociedad”. Protección que se extiende a la “unión estable de un varón y una mujer, libres de impedimento matrimonial, que forman un hogar de hecho…”
Protejamos a la familia de sus enemigos: los antivalores, el orgullo, la deslealtad, la irresponsabilidad; las familias deben aprender a defenderse de ellas. Que se divulguen buenas prácticas familiares a seguir; que se revalorice el matrimonio y se realce la fidelidad. Volvamos a los buenos consejos de antaño. Valoremos este “instituto natural y fundamental” tal cual la naturaleza lo muestra y tal como Dios la instituyó. Miremos los problemas de nuestra nación desde su raíz y atendamos a las familias; en ellas también está la “raíz de su grandeza”.