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domingo, abril 20, 2025
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Recuperar la decencia

Rafael Belaunde A

Eran alrededor de las diez de la mañana del 7 de octubre de 1968 cuando contesté el teléfono. De la recepción comunicaron que el director de protocolo se encontraba en el lobby, urgido de conversar con mi padre.  Lo hizo subir. Traía un encargo ingrato, según nos dijo. Le advirtió entonces que el asilo “generoso” que la dictadura argentina le brindaba estaba condicionado a su silencio. Mi padre respondió serenamente al mensajero del Gral. Onganía que él no había solicitado asilo alguno, que lo habían trasladado a Buenos Aires en contra de su voluntad y que dejaría la Argentina en el término de la distancia porque nada ni nadie pondría coto a su libertad.

A las horas estábamos embarcados para un vuelo de Braniff rumbo a Miami, vía Santiago y Lima. No obstante, en pleno carreteo el avión se detuvo y retornó al terminal. Entonces, subieron unos uniformados exigiéndonos desembarcar porque las autoridades peruanas, oficiosamente informadas de su presencia en la nave, amenazaban con impedir que tocara suelo en Lima.

Luego de retenernos incomunicados unas horas nos expulsaron embarcándonos en Panam directo a Nueva York.

Instalados en un hotel allí y casi de inmediato, Josep Lluís Sert, un arquitecto catalán amigo suyo, le ofreció una cátedra de urbanismo en la universidad de Harvard en la que dirigía la facultad de diseño. Agradecido y aliviado condicionó su aceptación al desenlace de la asonada velasquista, esperanzado en que abortaría pronto.

Como no fue así, terminamos en Cambridge, Massachusetts y nos instalamos en un pequeño departamento, cerca al campus universitario. Los primeros domingos que eran frecuentemente solitarios, almorzábamos en el Pier Four (Muelle Cuatro) para contemplar el mar y rememorar los paseos domingueros por La Punta. La brisa marina incentivaba reminiscencias chalacas, pero la gelidez del invierno bostoniano nos desengañaba: estábamos muy lejos de casa.

Luego de almorzar paseábamos por el Commons, análogo a nuestro Parque de la Exposición, donde visitábamos recurrentemente el monumento a Wendell Phillips, un abolisionista e indigenista precursor y visionario que a mediados del siglo XIX contribuyó a promover los grandes cambios constitucionales antiesclavistas que se consolidarían tras la guerra civil.  En el muro semicircular que cobija la estatua, inserta en bronce aparece una frase del célebre activista que mi padre recitaba con la unción de una plegaria: “Sea entre cadenas o entre laureles, la libertad sólo conoce victorias.” 

Pasados un par de años volvió al Perú para el sepelio de mi abuela. No le impidieron entrar, pero al día siguiente lo volvieron a deportar. Al año retornó para asistir a las honras fúnebres de mi abuelo Rafael permaneciendo aquí unos días, luego de lo cual retornó a sus obligaciones académicas. Esto dio pie para que el dictador afirmara que FBT estaba exiliado por su propia voluntad. Bastó ese mañoso desliz para que enrumbara nuevamente al Perú, esta vez con mi tío Francisco que también estaba deportado, pero en la escala en Guayaquil los obligaron a descender de la nave por motivos análogos a los de octubre del 68, de manera que prosiguieron por tierra e intentaron ingresar por Aguas Verdes. Fue en vano; la dictadura no toleraba su presencia.

Mi padre, pues, encaraba a sus hostigadores, no huía de ellos.

Cuento estas anécdotas para que los jóvenes, poniendo de lado sus convicciones doctrinarias, sean estas socialistas, capitalistas, social demócratas, o liberales, estén atentos para diferenciar entre la dignidad y el deshonor. Lo cuento para que comprendan que la casta no abunda, pero existe; que la integridad demanda penurias, pero que hay personas dispuestas a soportarlas.

Lo cuento, para que repudien a la morralla; a los mercachifles que infestan la política con fines crematísticos, a los autoritarios golpistas, a los impostores que simulan ser lideres siendo cabecillas, y a los títeres y sus ventrílocuos, prebendarios timadores tras bambalinas.

Refresquemos la memoria recordando las fugas despavoridas de los rufianes que tuvimos la desdicha de tener que soportar en las altas espferas del poder.

No olvidemos los intentos de asilo de quienes no se atreven a dar la cara.

La huida despavorida que protagonizó un congresista hace unos días, luego de atacar por la espalda a otro parlamentario y su afán desesperado por escabullirse entre sus compinches, evidencia cuán bajo estamos. El vulgar fugitivo es de Perú Libre. ¡Tenía que serlo! Es su emblema moral, ¡su paradigma!

No obstante, y guardando las distancias, en todas partes se cuecen habas, a decir de Miguel de Cervantes. Diferenciemos, pues, entre los líderes honestos, de los logreros que infiltran partidos políticos otrora respetables, para falsificarlos y prostituirlos. Esos indeseables convierten a sus organizaciones en cloacas, ambiente propicio para la prosperidad de las ratas.

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