El Cristo está roto. No tiene cruz en la cual apoyarse, la pierna derecha está seccionada desde la mitad del muslo, no cuenta con brazo derecho, su mano izquierda no posee dedos y el rostro se encuentra cercenado.
La imagen de un cristo de yeso mutilado, presentado como un despojo humano es difícil encontrarla en la sala de una casa, en la pared encima de la cama y mucho menos en un templo cristiano o una imponente catedral católica. Los cristos son bellos, fornidos, numerosas veces rubios, con dulces y angelicales rostros. Es una herejía pensar en un cristo roto, feo y sucio.
Las conferencias pronunciadas por el jesuita Ramón Cué hace más de medio siglo en televisión española y compiladas bajo el título de Mi Cristo roto revelan una amistad entre un sacerdote y la imagen mutilada del Crucificado que le pide que no lo restaure para que no olvidemos a los seres humanos destrozados, a los despojos de carne y hueso que pululan en todos los rincones del planeta y lo que se puede hacer por ellos.
Encontrar y mantener una figura de Jesús en mal estado es considerado por algunos una falta de respeto hacia Dios que es glorioso y omnipotente. Las esculturas si están rotas se deben reparar, o en todo caso, como dice la tradición eclesial, quemarlas o enterrarlas “con el debido respeto”. Ni las autoridades religiosas ni la devoción piadosa permiten convivir con la representación de un Dios derrotado, fracasado, hecho añicos.
¿Y si Jesús, el que vivió en Nazaret hace dos mil años, quería que tengamos presente que murió condenado en una cruz? San Pablo en la carta a los Corintios afirma que “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo y locura” porque muestra debilidad, mas no el triunfo y fortaleza de un Todopoderoso.
La incompleta efigie puede ser restaurada, pero no con madera nueva en un taller sino con la fuerza de mujeres y hombres que actúen como si todo dependiera solamente de ellos. Que las manos y la pierna dañada de Jesucristo seamos nosotros.
Ya dieron el primer paso el personal médico, policías y militares, innumerable cantidad de trabajadores de diversos oficios y profesiones ocupándose de los enfermos y de las necesidades de todos los ciudadanos. De igual manera aquel hombre en Detroit que gastó 900 dólares de sus ahorros para comprar gasolina a enfermeras y enfermeros que se movilizan diariamente, los policías que llevaron víveres a una anciana huancavelicana pobre que no recibió el bono del Estado, pequeños empresarios y jóvenes que entregan alimentos a gente sin recursos o la mujer que en Louisiana decidió no despedirse de su esposo fallecido con el fin de reservar una mascarilla e indumentaria médica para que los profesionales puedan utilizarla atendiendo a nuevos pacientes.
En casa, sin importar nuestra fe o convicciones morales, también podemos ser las manos del nazareno. En este periodo toca ser empáticos, evitar la irritabilidad, respetar el espacio y el momento del otro, intentar ser pacientes, conversar en nuestro domicilio o de manera virtual sobre el tiempo de incertidumbre y trasmitirnos calma. A pesar de sentirnos inseguros, temerosos o impotentes tratar de limar asperezas, mantener pensamientos positivos y bajar el ritmo a toda nuestra vida. Explicar de manera adecuada a niños y niñas sobre la importancia de mantenernos distanciados, ser la voz que consuela, el gesto que perdona y pide perdón, el soporte al desanimado, el que evita la desazón y el que conforta.
El aparente fracaso de nuestro esfuerzo de hoy tendrá su recompensa mañana. Aunque nos sintamos derrotados, quebrados, que las fuerzas ya no dan, tengamos presente la frase del padre Pedro Arrupe para que nos consuele y alivie: “Tan cerca de nosotros no había estado el Señor, acaso nunca; ya que nunca habíamos estado tan inseguros”.
Es una oración que no significa que la cercanía de Dios produce inseguridad, sino que justamente porque estamos débiles, angustiados, confundidos, ansiosos, estresados o nos sentimos como unos pequeños niños es cuando Dios está más cerca de cada uno de nosotros. En estos días de reflexión aprovechemos para volver a leer la frase del padre Arrupe meditando en su verdadero significado.