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lunes, junio 23, 2025
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San Juan en la Amazonía

Luis Salazar Orsi

Compositor, musicólogo, narrador, docente e investigador amazónico.

El solsticio de junio marca un momento clave en el calendario astronómico. Es cuando la inclinación del eje de la Tierra alcanza su punto máximo respecto al Sol. Esto provoca que uno de los hemisferios reciba más luz solar que el otro. Durante este evento, el hemisferio sur experimenta la noche más extensa y el día más corto del año. Este hecho, hoy tan sencilla y claramente expresado por la ciencia, constituyó para los primeros homínidos una de las observaciones más incomprensibles y mágicas. Ellos intentaron explicarlo a través de creencias, ritos, ceremonias, expresados en rezos, danzas, marchas, canciones y textos. Por todo ello, lo que hoy denominamos “fiesta de San Juan” en el Oriente Peruano, no es más que la sorprendente pervivencia de uno de los ritos más antiguos de la humanidad, de donde derivan, sin duda, para los peruanos orientales: las aguas que limpian el cuerpo (‘baño bendito’), el fuego que purifica el alma (’salto del shunto’), el palmero que cae para brindarnos los dones de la Madre Tierra (‘cortamonte’, yunsa’, umsha’, ’húmisha’, ‘palo cilulo’, ‘huachihualito’), las bebidas que tomamos (‘masato’, ‘chicha’, ‘mistela’) y los potajes que comemos (‘avispajuane’, ‘ninajuane’ o ‘juane azul’).

¿Una mirada panorámica de la fiesta de San Juan en nuestra región? Pues en Iquitos, hace unos cincuenta años o más, los ojos de agua, las quebradas, las cochas y los ríos eran espacios propicios para ir a ‘florecer’ desde la noche anterior, a purificarse en las aguas y a alimentarse con juanes y masato, en ambientes naturales; en Moyobamba, se caminaba por bosques, oteros, barrancos y orillas hasta amanecer, transitando sin apuro y sin reposo desde Rumi yaku hasta Tawishku, desde la Laguna de los lluwichus hasta Wastilla o desde el San Mateo hasta el morro; en Pucallpa y Yurimaguas, las blanquísimas e interminables playas del Ucayali o del Paranapura (donde, por estos tiempos, desovaban las charapas y los cupisos, y volaban chillando los tibes), nos invitaban y hacían real esta celebración milenaria; en Tarapoto, los cantarines Shilcayo, Choclino y Amorarca eran visitados por la gente para recibir, desde la noche del 23, las bondades de la aurora y los rosicleres. Lo mismo ocurría en Puerto Maldonado, Atalaya, Contamana, Puerto Inca, Orellana, Puerto Esperanza, Satipo o San Ramón…

Pero nuestros villorrios, pueblos y ciudades hace tiempo han perdido (sin retorno) su ancestral vocación fluvial, pasaron rápidamente por la fiebre de las carreteras y el asfalto, y ahora tienen marcada en la frente, los dedos y las tripas, una única y devastadora fiebre: la de los aparatitos digitales.

Ya estamos viviendo los días del solsticio. Sin embargo, con cada momento que pasa, vemos desdibujarse los mágicos ritos de la antigüedad para ser remplazados por nada: de las blanquísimas e interminables playas solo nos queda la cuja y los motocarros; de la umsha, la poltrona y las hemorroides; del masato y la mistela, la cerveza y las gaseosas energizantes; del shunto, los cigarrillos y el cannabis; de la donosa pandilla, las telenovelas y, de la limpieza de cuerpo y alma, la deslumbrante chatarra de los celulares.

¿Podemos exclamar, entonces, ‘¿Que viva mi tierra’, ‘Que viva la fiesta de San Juan’ o ‘Que viva el Perú’?

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