Hay decisiones que se disfrazan de orden y se presentan como salvavidas, pero no son más que camisas de fuerza con costuras improvisadas.
A partir del 21 de junio, el Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) ha decidido vestirnos a todos con la misma tela del despropósito: motociclistas y sus acompañantes deberán llevar, además del casco obligatorio, un chaleco retroreflectivo con la placa de la moto estampada cual apellido impuesto, como si fuera una culpa heredada o un motivo de persecución.
El Estado, ese sastre sin medidas ni empatía, pretende bordarnos seguridad con hilos de miedo, ignorancia y centralismo. El chaleco, prenda habitual de obreros y de quienes trabajan sobre ruedas bajo el sol o la luna, se convierte ahora en uniforme obligatorio, sin considerar que en muchas ciudades del Perú —donde el sol no tiene clemencia y el calor es una sentencia diaria—, vestirse así no es una opción, es una condena. ¿Cómo explicarle a la señora que lleva a su hijo al colegio, con mochila en la espalda y almuerzo en la bolsa, que ahora deberá vestirse como reflectante humano bajo 38 grados a la sombra? ¿Cómo exigirle al motociclista que maneja durante toda la mañana y la tarde que porte un chaleco que más que proteger, lo sofoca?
La medida arde. Literal y figuradamente
En ciudades como Tarapoto, Pucallpa, Iquitos y Puerto Maldonado, donde tres de cada cinco adultos son dueños o usuarios frecuentes de una motocicleta, esta disposición no solo es absurda: es violenta. Violenta el sentido común, la dignidad del ciudadano y su bolsillo, porque la medida no llega con subsidio, ni lógica, ni cronograma. Llega con la frialdad de una resolución escrita desde una oficina con aire acondicionado, por burócratas que creen que el Perú termina donde empieza la Panamericana.
Quienes vivimos en el interior del país, sabemos que la motocicleta no es un lujo, es un derecho rodante. Es la forma en que se trabaja, se estudia, se transporta y se sobrevive. Imponer un chaleco con número de placa visible es una manera elegante de decir: “te vigilamos, aunque no sepamos por qué ni cómo hacerlo bien”.
¿Seguridad ciudadana o teatro del absurdo?
El argumento del MTC es predecible y hueco: se busca reducir la delincuencia. Dicen que muchos robos se cometen desde las motos y que, si todos usan el número a cuestas, se podrá identificar al infractor. Pero, ¡oh ironía! esa misma lógica abre la puerta a una nueva modalidad criminal: los delincuentes con chalecos prestados, robados o falsificados. El crimen, señores del MTC, no se combate con tela fluorescente ni con tipografías negras.
¿Acaso han considerado que un delincuente puede usar un chaleco con la placa de una moto que no es suya y cometer un delito? ¿Quién pagará por ese error? ¿Quién enfrentará la vergüenza, los juicios, los gastos legales, el señalamiento? La respuesta es tan clara como la tela retroreflectiva: el inocente, el ciudadano común, el mismo al que le dijeron que era por su bien. La paradoja es perversa: al uniformar a todos, se vuelve indistinguible el criminal del honesto. ¿Y si todos parecen sospechosos, quién es realmente seguro?
Vestir al pueblo, desvestir la justicia.
Esto no es una política pública, es una coreografía mal ensayada. Y lo peor: costosa. Porque en este país donde el salario mínimo baila por debajo de la línea de pobreza, ¿Quién puede costear chalecos para todos los miembros de una familia? ¿Quién asume el gasto del bordado, la impresión, la tela especial? En casas donde tres personas utilizan motocicleta, se necesitarán al menos tres chalecos. ¿Sabe el MTC cuánto cuesta el pan en las ciudades amazónicas? ¿Ha hecho el cálculo de cuántas familias deberán elegir entre comprar un chaleco o llenar la olla?
Esto no es control, es castigo. No es prevención, es provocación. Porque mientras se obliga al pueblo a cubrirse con chalecos ardientes, nadie obliga a los corruptos a quitarse sus disfraces de impunidad. Mientras nos exigen ser visibles, ellos siguen siendo invisibles ante la justicia.
¿Y si mejor patrullamos con inteligencia? ¿Y si invertimos en cámaras, en más policías capacitados, en fiscalización real?
Pero no. Es más fácil imponer medidas simbólicas que aparentan acción sin tener que hacer el trabajo difícil. Es más sencillo responsabilizar al motociclista que al sistema judicial que no procesa a tiempo, que al policía que no investiga, que al Estado que no llega.
Este artículo no es un grito: es un espejo. Y en él se refleja la desconexión brutal entre Lima y las regiones, entre las decisiones y la vida real. Entre los que mandan y los que deben obedecer con sudor, angustia y chaleco.
Señores del MTC, si lo que buscan es seguridad, empiecen por respetar la inteligencia del ciudadano. Porque ningún chaleco con número impedirá que el crimen avance si la justicia sigue de espaldas. Y porque ningún decreto será justo si nace desde la ignorancia y se impone sin diálogo.
Hoy, más que nunca, urge recordar que las políticas públicas no se cosen a la fuerza. Se tejen con empatía, con realidad y con sensatez.
Y no. No somos delincuentes por andar en moto, pero con ese chaleco pareciera que ya estamos todos sentenciados. Nos quieren visibles para hacernos culpables…