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lunes, abril 28, 2025
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Sembrador de sueños

La noticia, como un viento frío que entra por la ventana de la historia, nos sacudió: el Papa Francisco, el pastor de sonrisa cálida y de voz profunda y pausada, dejó este mundo hace una semana. Un lunes en donde nos sentimos huérfanos. Un lunes nostálgico. Un lunes en donde el café se enfrió y el alma también.

Jorge Mario Bergoglio, hijo de Buenos Aires y nieto del Mediterráneo, fue un puente entre las orillas ásperas del mundo. Dejó el lujo para otros y se calzó las sandalias polvorientas del pueblo. Eligió llamarse Francisco, como aquel santo de Asís que hablaba con los lobos y las estrellas. No fue un Papa de mármol, sino de carne, hueso y Evangelio.

Su vida fue un evangelio ambulante, un sermón sin púlpito, una revolución en zapatillas. Francisco rechazó los palacios y abrazó los pasillos humildes de Santa Marta, recordándonos que la grandeza no habita en los techos altos sino en los corazones abiertos. Nos enseñó, quizás sin pretenderlo, que lo que pesa no es la corona, sino la conciencia.

En un mundo acostumbrado a las paredes, él abrió puertas. “La Iglesia no tiene las puertas cerradas a nadie”, dijo, como quien ofrece un hogar al peregrino cansado. Y qué difícil se nos hace, como humanidad, vivir a puerta abierta, sin mirar antes el color, la historia o el amor del otro. Francisco lo hizo, y lo predicó, no desde la arrogancia, sino desde la ternura.

Su frase que resonó como un trueno de misericordia: “¿Quién soy yo para juzgar?” Esa pregunta, lanzada al aire como una semilla, creció en medio de la tierra infértil de nuestros prejuicios. ¿Quiénes somos nosotros para juzgar? Nos afanamos en señalar las diferencias, en apilar juicios como piedras, mientras Francisco sembraba compasión en los campos abandonados del alma humana.

Bergoglio luchó no solo contra la pobreza de pan, sino contra la pobreza de espíritu. Con su encíclica “Laudato si”, abrazó la Tierra herida y nos recordó que el mundo no es una bodega que vaciamos a gusto, sino un jardín que debemos cuidar con las manos sucias de amor. En tiempos donde el planeta grita y el cielo llora, su voz fue un susurro de conciencia que, tal vez, no quisimos escuchar lo suficiente.

Se enfrentó a los fantasmas más oscuros dentro de su propia casa: los abusos, el encubrimiento, la corrupción silenciosa. Fue un cirujano: cortó, a veces menos de lo esperado, pero siempre con la conciencia de que sanar una herida requiere más que bisturí; requiere valor para no mirar hacia otro lado.

Francisco se atrevió a mirar al futuro con los ojos de las mujeres. No convirtió la Curia en un campo de batalla, sino en un jardín donde, poco a poco, comenzaron a brotar flores femeninas en puestos antes reservados solo a hombres. Reconoció, con una sencillez que desarma, que “una sociedad que no da espacio a la mujer no avanza”. Y, aun así, como todas las revoluciones verdaderas, la suya quedó inconclusa: las mujeres aún esperan más.

Pero, ¿Qué es un Papa, sino un sembrador de sueños? Francisco sembró, sabiendo que no vería todos los frutos. Sembró respeto, sembró inclusión, sembró un llamado urgente a la humildad en un mundo adicto a los espejos y a los tronos.

Con su partida no solo despedimos a un líder, sino a un espejo incómodo que nos devolvía la imagen de lo que podríamos ser: más compasivos, más valientes, más humanos.

¿Y cómo estamos nosotros, los habitantes de este siglo XXI, tan plagado de velocidad y vacío? ¿Seguiremos buscando a líderes que nos aplaquen la conciencia o nos animaremos a ser nosotros mismos los pequeños franciscos que abrazan al diferente, que luchan por el pobre, que escuchan a la Tierra cuando sufre?

Quizá esta taza de café de lunes con ese aroma que nos envuelve el alma, es una pausa forzada para tener una oportunidad: la de recordar que la santidad no está reservada para los altares, sino para cada gesto sencillo que dignifica la vida.

Hoy, más que nunca, su voz parece susurrarnos al oído: “Caminen. No se queden quietos. El mundo necesita sus pies, sus manos, su corazón.” Y quizá, solo quizá, si somos capaces de escuchar ese susurro, el mundo tenga todavía salvación…

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